martes, 19 de julio de 2011

Tantas Preguntas, Tan Pocas Respuestas

Algunos minutos atrás, dejé por un momento la traducción en que he invertido mi tiempo esta tarde y, para despejar mi mente por un momento del trabajo, he repasado los titulares de la prensa en las páginas web de diversos medios españoles y canadienses. Aunque sin duda heriré alguna susceptibilidad nacionalista, confieso que los periódicos mexicanos únicamente los miro una vez a la semana: primero, porque hasta donde alcanza mi memoria, el recuento del diario acontecer realizado desde los medios mexicanos suele prestar nula atención a cuanto sucede en el resto del mundo (en nahuátl, la voz México significa "ombligo de la luna", y ciertamente pocos países viven tan absortos en la contemplación de su ombligo, como aquel que me vio nacer); y segundo, porque los titulares mexicanos se han transformado a lo largo de los últimos años en un recuento de ejecuciones, asesinatos, violaciones y torturas sobre el que poco puede comentarse, salvo insistir en la patente imbecilidad de atacar el consumo de drogas como una cuestión de seguridad pública en vez de evaluarlo como un problema de salud, algo que ya he discutido en este blog, por ejemplo, cuando comenté las opiniones de Joaquín Sabina y Vicente Fox en torno a la estrategia seguida por la presente administración mexicana respecto al consumo de narcóticos, o cuando contrasté el posicionamiento del gobierno de Barak Obama con el de aquel presidido por Felipe Calderón con relación al mismo problema.

En fin: esa es harina de otro costal, y ahora mismo no me apetece revolcarme de nuevo en esos barrizales. De modo que, volviendo a mi (frustrado) momento de solaz durante la jornada laboral, reconozco que leer la prensa con miras a relajarse es una soberana estupidez. Ignoro qué tenía en la cabeza cuando la idea me cruzó por la mente. Es imposible tranquilizarse cuando, al margen de otros horrores bélicos, ecológicos y sociales, uno se entera que, por un lado, la crisis fiscal del euro continúa acentúandose (con España e Italia en el punto de mira de los especuladores) y, por otro, la situación en la otra orilla del Atlántico no es mejor en vista de las dificultades a las que se ha enfrentado Obama para conseguir que ciertos recalcitrantes miembros del Partido Republicano autoricen a su administración un incremento en sus límites de endeudamiento con miras a satisfacer sus necesidades inmediatas de liquidez.

Uno lee los titulares sobre la crisis y reconoce que ha sido lo suficientemente afortunado como para sobrellevarla con la seguridad de un empleo, techo y tres comidas diarias, pero al mismo tiempo vislumbra el barrunto de una espantosa tormenta que amenaza con hacer naufragar estas frágiles y aparentemente sencillas certezas, injusta y sistemáticamente negadas a millones de personas. El hecho de que, por el momento, la fortuna nos sea favorable no implica que el sistema capitalista de producción sea justo y, precisamente por ello, no nos exime de resultar  a la postre triturados entre los inclementes engranajes que lo mantienen funcionando. Y entonces, cuando estas ideas comienzan a calar en la conciencia, ante la desagradable sensación de que nuestra vida ya no depende realmente de nosotros que parece asentarse en las entrañas una multitud de preguntas taladra nuestras sienes.

¿Qué ceguera ha hecho presa de nuestro entendimiento para hacernos ver con naturalidad la absurda distopía en la que estamos inmersos? ¿En qué momento hipotecamos nuestro futuro en aras del culto hermético de la numerología? ¿Cómo fue que permitimos que unos oscuros sacerdotes, ocultos entre las sombras de sus inaccesibles templos, invoquen la prima de riesgo o el precio del barril del West Texas Intermediate (o del Brent o del Dubai, según la preferencia y/o el posicionamiento geográfico de los estimados lectores) para determinar quiénes serán inmolados en el altar de los sanguinarios dioses de los mercados? ¿Cuándo consentimos nuestro enclaustramiento en la esclavitud de la deuda y el consumo? ¿Quién ha sido el habilísimo charlatán que nos convenció de que trabajar más tiempo y con mayor entrega por menos dinero y con menos derechos constituye un arreglo justo en el mejor de los mundos posibles? ¿Cuándo comenzó la seducción de las pantallas -ahora con tecnología LED y hasta en tercera dimensión- que nos mantiene pasmados con las miserias y los ligues de artistillas y deportistas variopintos, mientras otros disponen de nuestro presente y porvenir? ¿Dónde están los héroes y las heroínas que precisa ahora mismo nuestra historia para enarbolar los antiguos poderes de la libertad, la igualdad y la fraternidad contra la infamia que nos oprime? En suma, ¿qué carajos estamos esperando para salvar nuestras vidas del abismo, antes de que sea demasiado tarde?

Tantas preguntas, tan pocas respuestas.

martes, 12 de julio de 2011

El Teatro del Mundo: Estampas de Ottawa II (Contra el Optimismo Tipo Coca-Cola)

Pese a que amo la utopía con toda mi alma, pocas cosas hay que me enfaden tanto como el optimismo hueco e imbécil. Me exasperan hasta la indignación las decenas de optimistas posmodernos que, tras saciar su sed de Absoluto en las aguas -encharcadas pero dulces- ya de ciertas versiones aligeradas del budismo, ya del misticismo judío (¡cómo si estas doctrinas no fuesen ostensiblemente pesimistas en sus fundamentos ontológicos y antropológicos, y por consiguiente tremendamente exigentes en sus postulados éticos!) o, simplemente, de un jipismo téñido en matices rosas, van por la vida predicando -como Pangloss, la caracterización paródica del filósofo Gottfried Wilhelm Leibniz en Candide, ou l'Optimisme, el célebre cuento satírico publicado por Voltaire en el año de 1759- que basta la buena vibra para que prevalezcan la bondad y la virtud en el mundo, puesto que «tout est au mieux» («todo sucede para bien») en tanto que habitamos en «le meilleur des mondes possibles» («el mejor de los mundos posibles»). A modo de muestra de los insultantes alcances de esta doctrina auténticamente corruptora de jóvenes, no tan jóvenes y viejos por igual, bástenos un breve vistazo a la publicidad con la que Coca Cola pretende adormecernos ante la innegable y perturbadora realidad de un horizonte convulsionado y progresivamente violento:



Ignoro qué tenían en la cabeza los publicistas de Coca Cola cuando perpetraron esta obscena bofetada contra nuestra inteligencia ¿En verdad pretenden que creamos que los ositos de peluche son capaces de frenar los tanques? ¿Nuestra economía saqueada por el capital financiero se reactivará a punta de entonar distintas versiones de What a Wonderful World? ¿La donación de sangre compensa los daños causados por la corrupción? ¿Los tapetes que dan la bienvenida a los visitantes de nuestros hogares derriban muros, o ablandan las frías voluntades de quienes los erigen? ¿Un millón de maternales pasteles de chocolate realmente constituyen un escudo contra los misiles? ¿Podemos utilizar el dinero del Monopoly para comprar las medicinas que curan a los enfermos, o los alimentos que añoran desesperadamente los hambrientos? ¿Cada vídeo cómico difundido en Internet neutraliza, por citar sólo un par de ejemplos, los pocos segundos que los telediarios dedican a las acciones bélicas o el escasamente atendido recuento que los científicos han hecho sobre la acelerada degradación de nuestro medio ambiente? ¿Quienes conscientemente optamos por tener un hijo, somos realmente garantes de la confianza en que el curso que sigue actualmente el mundo es esperanzador?

No, no, no, no, no, no, no y NO. Me he convertido en padre tres meses atrás, y me niego a ser coartada del perverso optimismo postulado por Coca Cola, cuyo artificio retórico básicamente consiste -para ilustrarlo mediante un ejemplo- en comparar naranjas con vacas y confiar en que el público aceptará que ambas son una y la misma cosa. Por mi parte, si conservo algún atisbo de esperanza en el futuro, sólo puedo vislumbrarla tal como Gustav Klimt la retratara en una controversial pintura -titulada, precisamente, Die Hoffnung: La Esperanza- elaborada hacia 1903 que, al día de hoy, forma parte de la colección permanente de la National Gallery of Canada (a la cual me referí en la entrada del día de ayer). Klimt nos muestra a una mujer desnuda y en avanzado estado de embarazo que, imperturbable, se yergue entre la muerte y numerosas figuras deformes y demoníacas. Pese a la maldad y el potencial daño que le rodean, la expresión y el gesto de la mujer denotan una profunda serenidad: es evidente que no teme a las hostiles criaturas que le rodean. Así quisiera marchar yo con Mariana (para quienes no lo sepan, tal es el nombre de mi hija) a cuestas mientras ella me necesite: consciente de que las cosas están muy mal y que todo parece indicar que empeorarán (y mucho) todavía, pero dotado de la fuerza interior necesaria para enfrentar con entereza la oscuridad que se cierne sobre nosotros. Klimt viste con lucidez la esperanza ahí donde Coca Cola la obnubila con el opio de la cursilería: el remedio contra el mal que nos acecha no son los juguetitos afelpados, las tonadillas pegajosas o las bebidas dulzonas preparadas con fórmulas dudosas; sino la valentía de reconocer que, a pesar de los pesares, nuestros amores confieren belleza a la vida aún frente a la más recalcitrante vileza. Por nuestros amores, ahora más que nunca, necesitamos hacer acopio de coraje para -como en su momento exigía Voltaire- aplastar la infamia dondequiera que ésta se alce.

La utopía sólo es posible en la medida en que reconozcamos, justamente, que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, sino en uno transido de injusticia, enfermedad y dolor. La arrogancia de quienes se benefician del presente estado de cosas sólo es explicable porque confían en que, por muy infelices que seamos o muy desesperada que sea nuestra situación, somos incapaces de vislumbrar alternativas a la forma como vivimos actualmente. Quien, al igual que Pangloss, sostenga que este es el mejor de los mundos posibles, en realidad está empujando a nuestros hijos e hijas hacia el abismo por cuyo filo estamos obligados a hacer juegos malabares hoy en día. Así, cuando llegue el momento en que esto se caiga a pedazos, sin duda yo saldré tan descalabrado como los optimistas ... sólo confío en que, gracias al hecho de que procuro llevar los ojos bien abiertos, mi hija pueda salir relativamente indemne del colapso (aunque, tristemente, tampoco puedo ofrecerle garantía alguna de esto).

lunes, 11 de julio de 2011

El Teatro del Mundo: Estampas de Ottawa I (La Guerra es la Paz)

En la explanada mediante la cual se accede al Musée des Beaux Arts du Canada (en inglés, National Gallery of Canada) se erige una de las copias fundidas en bronce de Maman, la célebre escultura de Louise Bourgeois que representa una araña de diez metros de altura que porta en su vientre veintiséis huevecillos de mármol.  "Maman" es la voz coloquial utilizada para designar a la madre en francés: el equivalente a nuestra castellana "mamá". En su momento, Bourgeois declaró que Maman (cuyo original en acero inoxidable pertenece al Tate Modern, en Londres) es un homenaje a su  propia madre, quien dirigía el taller del negocio familiar, consistente en la reparación  de tapices. Las relaciones materno-filiales siguen senderos insospechados, de modo que no debe sorprendernos que la apología de la madre revista también la forma de un arácnido gigante. Bourgeois afirmaba que las arañas  son presencias astutas, protectoras y amigables -cualidades todas que apreciaba en su madre- en cuanto nos guardan del daño y la enfermedad acarreados por los mosquitos y otras alimañas. Confieso que, en lo personal, profeso una simpatía similar por las arañas. No obstante, reconozco que también entrañan el peligro de una técnica depredadora calculada, paciente y cruel (¿a quién le gustaría estar atrapado en una telaraña?). Las descomunales proporciones de Maman proyectan por tanto una imagen ambigua de la maternidad, tal como se advierte en la placa que el museo ha colocado en su puerta de entrada:

 
«Maman, the giant egg-carrying spider, is a nurturing and protective symbol of fertility and motherhood, shelter and the home. With its monumental and terrifying scale, however, Maman also betrays this maternal trust to incite a mixture of fear and curiosity»

Aunque se me acuse de incurrir en un poco elegante didacticismo, va (por amor al castellano) una traducción aproximada y presurosa de la susodicha inscripción: «Maman, la gigantesca araña portadora de huevos, es un símbolo nutricio y protector de la fertilidad y la maternidad, el refugio y el hogar. Sin embargo, dada su monumental y terrorífica escala, Maman también traiciona esta confianza maternal e inspira una mezcla de miedo y curiosidad». Maman, en suma, es bella, poderosa... y también oscura, terriblemente amenazante.

Antes de mi visita a Ottawa, ya había tenido la oportunidad de admirar a Maman tanto en Londres como en Bilbao (en las inmediaciones del Museo Guggenheim). Sin embargo, sólo en Ottawa Maman ha sido emplazada como vecina del National Peacekeeping Monument (Monument au Maintien de la Paix) -significativamente titulado Reconciliation-, que pretende honrar a los canadienses que han perdido la vida al servicio de las Fuerzas de Paz de Naciones Unidas. El monumento, diseñado por Jack K. Harman, Richard G. Henriquez y Cornelia Hahn Oberlander, fue inaugurado en 1992. Su fuerza dramática es considerable: en primer plano, asistimos a la representación de tres soldados (dos hombres y una mujer) que, entre unos "escombros" constituidos por enormes bloques de hormigón dispuestos aleatoriamente (símbolo de la guerra) miran hacia un grupo de jóvenes árboles (símbolo de la paz). Una placa verbaliza el mudo enunciado que orgullosamente articulan  los tres militares (que nadie acuse a las autoridades canadienses de ser tan poco previsoras como para permitir equívocos semióticos):


«Members of Canada's Armed Forces, represented by three figures, stand at the meeting place of two walls of destruction. Vigilant, impartial, they oversee the reconciliation of those in conflict. Behind them lies the debris of war. Ahead lies the promise of peace; a grove, symbol of life»

Va de nuevo la traducción, tan apresurada como la anterior: «Miembros de las fuerzas armadas canadienses, representados mediante tres figuras, se yerguen en el punto de encuentro entre dos muros de destrucción. Vigilantes e imparciales, supervisan (¡sic!) la reconciliación entre aquéllos que se encuentran en conflicto. Detrás de ellos yacen los escombros de la guerra. Frente a ellos se alza la promesa de la paz: una arboleda, símbolo de la vida». La vieja historia esculturalmente teatralizada: como cabría esperar de un buen padre de familia, Occidente procura con iguales dosis de sabiduría y justicia la salvación de los bárbaros empeñados en empobrecerse y desangrarse en absurdas batallitas. No obstante, visto desde Maman, el National Peacekeeping Monument ofrece lecturas asaz distintas de la exaltación heroica de las guerras libradas por las potencias occidentales para la -así llamada- salvaguarda de la paz y los derechos humanos a las que nos hemos acostumbrado a lo largo de las últimas décadas...




En una singular manifestación de autocrítica involuntaria, la intersección de la Mackenzie Avenue y Sussex Drive en Ottawa nos advierte que, en la medida en que confiemos la seguridad de la paz a la guerra, las intervenciones "humanitarias" abrazarán a los dolientes y los oprimidos con la ambigua ferocidad de Maman, cuya ternura no distingue entre proteger y devorar. Asimismo, la estampa combinada de Maman y el National Peacekeeping Monument nos indica hasta qué punto vivimos en un mundo distópico: bástenos recordar que uno de los tres lemas que George Orwell atribuye al escalofriante poder totalitario que describe en Nineteen-Eighty-Four (novela publicada en 1948) es, precisamente, "la guerra es la paz". El futuro ficticio predicho por Orwell se ha hecho realidad y nos ha alcanzado. Creo francamente que no está lejos el día en que veremos erigirse orgullosamente en la capital de las potencias que determinan nuestros destinos bajo el vigente sistema-mundo sendos monumentos que, con la eternidad de la piedra, proclamarán por igual que "la libertad es la esclavitud" y que "la ignorancia es la fuerza".

viernes, 8 de julio de 2011

Posdata Barroca: La Vera Historia del Gato con Botas

Refrescar la memoria puede ser un ejercicio edificante e instructivo. Para quienes hayan olvidado la versión de Le Maître chat ou le Chat botté escrita por Charles Perrault (a la que me referí en la anterior entrada de este blog), y por añadidura no quieran conformarse con mi apresurado resumen de ella, pueden leer una buena traducción castellana en este vínculo. Asimismo, si les apremia el prurito de la pureza filológica y prefieren leerlo en francés, sepan que Internet provee generosamente la satisfacción de sus deseos de cultura, de modo que pueden acceder al cuento de marras en versión original mediante este otro vínculo. ¡Buena lectura, y hasta pronto!

Gustave Doré, «L'Ogre le reçut aussi civilement que le peut un Ogre» (1867)

jueves, 7 de julio de 2011

Ecos Barrocos: La Vida entre La Cenicienta y El Gato con Botas

Tarde y desde el exilio he caído en la cuenta de que mi vida entera ha estado determinada por el barroco. Por razones que no viene al caso contar (pero que, quien se sienta picado por la curiosidad, podrá averiguar aquí), en las últimas semanas he estudiado concienzudamente el tránsito entre el barroco tardío y la primera Ilustración en Francia. A efecto de documentar debidamente mi investigación, igualmente me he adentrado en el análisis de la osamenta, el nervio y el corazón del barroco español. De ahí que me haya deleitado releyendo los textos de Baltasar Gracián (1601-1658) pero, al propio tiempo, me haya entristecido profundamente al constatar la vigencia que la política y la sociedad barrocas tienen aún en América Latina.

Establezcamos primero algunas precisiones conceptuales, a cuyo efecto dejaré asentada desde ahora mi tesis: tengo la impresión de que los discursos políticos latinoamericanos no han superado todavía la herencia colonial barroca. Me interesa sobre todo destacar la permanencia de la estética-política barroca tanto en el ámbito público como en la esfera privada. Me explico: la estética barroca siente fascinación por la apariencia, la teatralidad y el engaño. En pintura, por ejemplo, la técnica barroca predilecta es el trompe l'œil, esto es, el trampantojo, el engaño visual que crea deliberadamente perspectivas falsas.


Andrea Pozzo, Gloria di Sant'Ignazio (1685)

La prosa didáctica de Baltasar Gracián (quien fuera ordenado sacerdote jesuita en el año de 1627) está embebida tanto en las estrategias estéticas del barroco como en su pesimismo ético, ontológico y antropológico. Para Gracián, el mundo es un espacio hostil y engañoso donde las apariencias prevalecen frente a la nula certeza en el triunfo de la virtud y la verdad, impotentes ante el quehacer cotidiano de seres humanos cuya voluntad inevitablemente se encuentra henchida de mezquindad y malicia. Sus obras, por tanto, se ocupan fundamentalmente de aconsejar al lector para facilitarle la adquisición de habilidades y recursos que le permitan desenvolverse entre las trampas de la vida.

Gracián extiende la estética barroca al arte de la política, que percibe igualmente inclinado hacia el disimulo y las apariencias. Así, aconseja al héroe barroco que practique «incomprensibilidades de caudal», es decir, que oculte astutamente la verdadera extensión de su influencia y riquezas porque la apariencia de poder equivale al poder mismo. En la España barroca, para ser príncipe debe comenzarse por parecerlo. Según Gracián, quien aspire a triunfar debe dominar el arte de «medir el lugar con su artificio», lo cual implica «cebar la expectación, pero nunca desengañarla del todo» y conferir preferencia a la promesa de acción sobre la acción misma, toda vez quien obra en estos términos puede generar en torno a su persona «siempre esperanzas de mayores» hazañas. A continuación, añade Gracián:

«Excuse a todos el varón culto sondarle el fondo a su caudal, si quiere que le veneren todos. Formidable fue un río hasta que se le halló vado, y venerado un varón hasta que se le conoció término a la capacidad; porque ignorada y presumida profundidad, siempre mantuvo con el recelo el crédito [...] Ventajas son de ente infinito envidar mucho con resto de infinidad. Esta primera regla de grandeza advierte, si no el ser infinito, a parecerlo, que no es sutileza común [...] ¡Oh, varón cándido de la fama! Tú, que aspiras a la grandeza, alerta al primor. Todos te conozcan, ninguno te abarque; que con esta treta, lo moderado parecerá mucho, y lo mucho infinito, y lo infinito más» (El Héroe, Primor Primero).
El ocultamiento del caudal es entonces una condición fundamental del éxito mundano. A ello debe añadirse una profunda conciencia de las formas y los ritos sociales, así como de las distancias y jerarquías que es posible generar mediante unas y otros:


«Excusar llanezas en el trato. Ni se han de usar, ni se han de permitir. El que se allana pierde luego la superioridad que le daba su entereza, y tras ella la estimación. Los astros, no rozándose con nosotros, se conservan en su esplendor. La divinidad solicita decoro; toda humanidad facilita el desprecio. Las cosas humanas, cuanto se tienen más, se tienen en menos, porque con la comunicación se comunican las imperfecciones que se encubrían con el recato. Con nadie es conveniente el allanarse: no con los mayores, por el peligro, ni con los inferiores, por la indecencia; menos con la villanía, que es atrevida por lo necio, y no reconociendo el favor que se le hace, presume obligación. La facilidad es ramo de vulgaridad» (Oráculo Manual y Arte de Prudencia, Aforismo 177)
Nací en 1973, pero tal parece que hubiese visto la luz entre 1639 y 1660 (años en los que se publicó la mayor parte de la obra de Gracián). Aprendí a conducirme en sociedad bajo el manto de un imaginario de jerarquías y reverencias, que privilegia la apariencia por encima de todo. A mi memoria acuden los títulos que quienes se perciben a sí mismos abajo en la jerarquía social adjudican espontáneamente a aquellos a quienes han atribuido una posición superior en el escalafón de castas y estamentos (digo atribuida antes que cierta en vista de que, por virtud de las «incomprensibilidades de caudal», el emplazamiento que cada uno posee en la compleja red de las jerarquías sociales siempre conlleva sendos ingredientes de intriga y misterio). Maestro, Licenciado, Catedrático, Excelentísimo Rector, Comandante, Señor Diputado, Don Gobernador, Presidente... a lo largo de mi vida he visto auténticos asnos revestidos con toda suerte de dignidades por los mismos que padecen el peso obsceno de sus pezuñas sobre su rostro. El barroco es la tragedia de Iberoamérica (a la que España, aún el día de hoy, tampoco es ajena): el eterno opio del demos que se resiste a admitir que, durante décadas que se han acumulado en centenas de años, nuestros sucesivos emperadores han desfilado desnudos.

Puesto que nací donde me tocó nacer (eso nunca se elige), crecí en un mundo de cuento de hadas. Hasta los veintiocho años (el hito existencial que marca el inicio de mi exilio), los códigos que regularon mi vida privada oscilaron entre Cendrillon, ou la Petite Pantoufle de Verre (“La Cenicienta”) y  Le Maître Chat, ou le Chat Botté (“El Gato con Botas”), dos de los cuentos más célebres y aplaudidos de Charles Perrault. La obra de Perrault se sitúa en el tránsito entre el barroco y el llamado Siglo de las Luces, entre la primera generación de escritores y escritoras que cultivaron el cuento de hadas literario (1690-1715). Aquella primera generación de cuentistas estuvo integrada por prácticamente el mismo número de mujeres que de hombres: entre sus representantes contamos, por ejemplo -además del aludido Perrault-, a Marie-Catherine d’Aulnoy, Catherine Bernard, Marie-Jeanne Lhéritier de Villandon, Henriette-Julie de Murat o Charlotte-Rose Caumont de la Force, entre otros. Las mujeres cuentistas escribieron dos terceras partes de los cuentos publicados entre los últimos años del siglo XVII y los primeros del XVIII: para ser precisos, 74 de un total de 114. Sin embargo, sólo recordamos un puñado de historias publicadas por Perrault: Le Petit Chaperon Rouge (“La Caperucita Roja”); Les Fées (“Las Hadas”); La Barbe Bleue (“Barba Azul”); La Belle au Bois Dormant (“La Bella Durmiente del Bosque”); Riquet à la Houppe (“Ricardito el Copetudo”), y Le Petit Poucet (“Pulgarcito”), además de los mencionados Cendrillon y Le Maître Chat.

Por esta ocasión, obviemos los complejos procesos históricos que determinaron la canonización de los cuentos de Perrault en detrimento de la obra de sus coetáneos. Bástenos apuntar que Charles Perrault instrumentó literariamente la tradición oral del cuento fantástico-maravilloso como vehículo para la difusión de la civilité aristocrático-burguesa. En cuanto proveedores de estándares de conducta, sus famosos siete relatos en prosa pueden clasificarse en dos variantes según el género hacia el cual se dirigen: Le Petit Chaperon Rouge, Les Fées, La Barbe Bleue, La Belle au Bois dormant y Cendrillon establecen códigos femeninos; por el contrario, Riquet à la Houppe, Le Petit Poucet y Le Maître Chat disponen modelos masculinos. Dicho brevemente, a la femme civilisée idealizada por Perrault bastan –como a Cenicienta- unas dosis de belleza (beauté) y donaire o gentileza (bonne grâce) suficientes para asegurarle un buen matrimonio; el homme civilisé, en cambio, requiere la industria (industrie) y el ingenio (savoir-faire) que hicieron prosperar al Gato con Botas.

Gustave Doré, «On n'entendait qu'un bruit confus: “Ah, qu'elle est belle !”»


La perversa herencia de Perrault ha causado daño en el mundo entero, pero en pocos lugares ejerce aún la seducción con la que gravita sobre América Latina. Dejo a las mujeres la voz para contar la experiencia de crecer bajo la sombra de Cenicienta: yo me limitaré a relatar cómo se esperaba de mí que ajustara mi conducta a los cánones del Gato con Botas. Recordemos brevemente la historia contada por Perrault: el hijo menor de un pobre molinero recibe como única herencia un gato. Al escucharle lamentarse por su suerte -y temiendo por su propia vida, puesto que los hambrientos no suelen hacer ascos a merendarse algún felino si hay ocasión para ello-, el gato pide a su amo que le compre unas botas y una bolsa de piel, pues sólo así podrá valorar en toda su magnitud la verdadera fortuna que ha heredado. El desventurado joven accede a la petición del gato, quien sale de cacería y, tras atrapar algunas liebres, se presenta -debidamente ataviado con sus botas- ante el Rey para presentarle el botín como un obsequio del ficticio Marqués de Carabas (que en realidad es su amo). El Rey acepta el regalo y, a partir de ese momento, es una y otra vez engatusado -nunca mejor dicho- por el taimado felino, quien sucesivamente hace vestir al pobre hijo del molinero con magníficos ropajes, le convierte en dueño de la heredad de un temido ogro (al que devora tras convencerle de que se convierta en un ratón) y, finalmente, le allana el camino para contraer matrimonio con la mismísima hija del (¿ingenuo?) soberano. Como recompensa por sus servicios, el gato vive el resto de sus días como un gran señor que ya no precisaba perseguir ratones (salvo como divertimento para paliar el aburrimiento de su vida de ocio).

¿Cuáles son las lecciones que un joven varón cuya suerte no fue tanta como para nacer en las clases sociales adecuadas puede aprender de esta historia? En síntesis, pueden expresarse en dos ideas generales:

1. Para triunfar entre los poderosos, no es menester tener poder, sino vestirse como si uno lo tuviera (de ahí la importancia que el gato confiere a las botas y su posterior empeño en engañar al Rey, afirmando que unos ladrones han robado los vestidos a su amo, con miras a que la propia corte le vista con ricos ropajes).
2. El éxito mundano autoriza a cualquiera que lo persiga para mentir, amenazar a los débiles e incluso matar, cuando ello sea necesario para conseguir algún objetivo durante el ascenso en el escalafón social.

Cuando era más joven, soñaba con subvertir ese orden barroco de las apariencias en el que se desenvuelve el Gato con Botas que, en forma triste y surrealista, era la norma de mi propia realidad. El optimismo revolucionario me inundaba cuando pensaba en François Marie Arouet (mejor conocido como Voltaire), nacido en 1694, en un momento en que el Ancien Régime sobre el que se sostenía la corte de Luis XIV parecía eterno y absolutamente impermeable al cambio. Sin embargo, hacia 1778 -año de la muerte de Voltaire- la Ilustración había producido tal desestabilización en el viejo orden que le había colocado en el filo del colapso. Voltaire fue, precisamente, una figura central en el desarrollo del pensamiento ilustrado que finalmente sepultaría el Ancien Régime bajo los ideales de igualdad, libertad y fraternidad que inspiraron a la Revolución Francesa. Dramaturgo, ensayista y crítico, Voltaire fue ante todo y sobre todo un luchador infatigable contra la mentira y la superstición. Écrasez l’infâme era su grito de batalla contra los enemigos de la Ilustración: una expresión que reiteradamente aparece en su correspondencia. Aplastad la infamia. Combatidla ahí donde la encontréis: ya sea en la corrupta Iglesia Católica o en la maquinaria política asfixiante del absolutismo, puesto que una y otra respaldaban y alimentaban poderes salvajes e ilimitados que destilaban un ambiente constante de terror mediante dosis calculadas de crueldad.

Ojalá llegue el día en que se alcen en América Latina cientos de nuevos y mejorados Voltaires (más vale tarde que nunca) que digan hasta aquí, ya basta: a la infamia se le aplasta, no se le disfraza y multiplica entre ropajes y espejos barrocos. Que caigan las máscaras y las apariencias, que las lealtades impuestas por oscuras jerarquías cedan ante el clamor de justicia de millones de seres humanos oprimidos y desposeídos. Por lo que a mí respecta, confieso que me encuentro demasiado cansado como para retomar mi pluma y escribir, una vez más, écrasez l’infâme. Visité rápidamente México algunas semanas atrás, y los consabidos comentarios sobre mi aspecto -el cabello largo, las pulseras de piel y la renuencia a la corbata indefectiblemente motivan algún “qué te dicen los canadienses y/o españoles cuando te ven en esas fachas”- me han confirmado que, por aquellos lares, las cosas siguen siendo tan barrocas como cuando partí, más de una década atrás. Si volviera, me imagino que sería instado a calzarme las botas, como hizo el gato, al servicio de algún patrón cuyo ascenso me vería forzado a procurar a cambio de no ser devorado: el precio que tengo pagar por haber nacido en México, pero sin haber nacido rico al propio tiempo. Creo que no será así (aunque reconozco que nadie debe sentirse autorizado a decir “de esta agua no beberé”) porque la fuerza centrífuga de mis decisiones vitales me aleja cada vez más del país que me vio nacer. Sin embargo, para quienes en aquellas tierras aún amen la justicia y no hayan caído todavía en la desesperación (como, en buena medida, me ha sucedido a mí), he aquí mi mensaje de esperanza: el mundo no está terminado, sino en proceso de construirse. Voltaire, como apunté antes, nació en 1694; Perrault publicó en 1697 sus célebres Histoires ou Contes du Temps Passé. Cada uno de estos autores se dirige precisamente a ti, lector que también estás leyendo estas líneas: el primero, con su bravura imbatible ante la opresión; el segundo, con su convicción en la permanencia de un orden de jerarquías y apariencias al que sólo se puede sobrevivir mediante la fría astucia. Yo quise seguir al primero, pero me agoté en el camino y abandoné la batalla. Tú, en cambio, puedes ser mejor que yo, e incluso mejor que Voltaire. ¿Qué piensas hacer al respecto?