sábado, 11 de junio de 2011

La Permanencia de «El Bulto»: Preludio y Fuga para Mariana

Durante meses he descuidado esta bitácora en la que, durante los últimos tiempos en que residí en España, vertí regularmente mis pensamientos. Soy consciente de que mi silencio entrañó el más terrible de los pecados en estos días hambrientos de novedad: ahora nadie leerá lo que escriba. Mejor así. Lo que ahora tengo que decir viene de lo más hondo -De profundis clamavi ad te, Domine- y prefiero que, si acaso llega a ser leído, lo sea aleatoriamente. Estas palabras son apenas una brizna de hierba seca, perdida en la tormenta de todo cuanto sea dicho y publicado el día de hoy. No tienen importancia para el mundo, aunque la tengan para mí y -así lo quiero creer- para Mariana, mi hija. Ni siquiera tengo la intención de cuidar la forma de las ideas que ahora mismo se atropellan en mi mente: sirva su contenido como única justificación de su fugaz tránsito por el marasmo de la información que les sepultará en la red en cuanto su trémula presencia escape de mis manos. Llevan una buena intención: ojalá que, si alguien repara en ellas, pueda percibir el eco distante de aquello que alguna vez fue hermoso en mí y, así, conferirle nueva vida.

Decía entonces que el silencio es imperdonable para quien utilice un blog a modo de ventana abierta desde la soledad de la conciencia hacia la aldea global (¡tan pronto empezamos con los lugares comunes!). Qué se le va a hacer: la vida es renuente a acomodarse a las exigencias de la sociedad de la información. La deriva desde la balsa de piedra -Saramago, gracias por la metáfora- hasta la inmensidad del helado Norte, el nacimiento de una niña hermosa e inquieta y la pérdida de una persona amada no son sucesos que se acomoden fácilmente con el ímpetu expansivo del ego -progresión voraz del yo opino, yo he visto, yo deseo que tú me reconozcas como interlocutor- que subyace a todo blog. Podemos decir que la vida contuvo mi ego y le silenció. Algo bueno ha hecho la vida en estos últimos meses.

Hoy, empero, la represa de la vida se ha visto desbordada por la impresión que ha dejado en mi ánimo un rápido repaso por los titulares de la prensa. Los diarios mexicanos han dedicado algunas notas al recuento de una triste efeméride popularmente conocida como El Halconazo. No quisiera aburrir a la aldea global con detalles históricos. Dejemos que sea la voz oracular de Wikipedia quien nos documente: «La Masacre del Jueves de Corpus o La Masacre de Corpus Christi —llamada El Halconazo por la participación de un grupo paramilitar conocido con ese nombre— es como se le conocea los hechos ocurridos en Ciudad de México, el 10 de junio de 1971 (día de la festividad de Corpus Christi, de donde tiene origen el nombre coloquial de la matanza), cuando una manifestación estudiantil en apoyo a los estudiantes de Monterrey, fue violentamente reprimida por un grupo paramilitar al servicio del estado llamado Los Halcones» (quien quiera leer el artículo completo, puede hacerlo en este vínculo). Han pasado cuarenta años desde aquel aciago día. La memoria es un antídoto infalible contra nostalgias extraviadas: el país en el que nací estaba tan revuelto en ese entonces como lo estaba esta misma mañana.

Veinte años después, el mismo régimen que engendró a Los Halcones necesitaba desesperadamente disimular la sangre que había acumulado a lo largo de las seis décadas previas. El gobierno mexicano negociaba los términos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y es sabido que las democracias occidentales únicamente aceptan democracias de corte occidental como socios comerciales. Venga la eficacia retórica del ejemplo a desentrañar el sentido de este aserto aparentemente críptico: si los agricultores veracruzanos aspiraban a vender sus tomates en los supermercados de Baltimore o Toronto, era preciso que el Estado mexicano garantizase el ejercicio formal (porque la forma, contra lo que supone el refrán, no siempre es fondo) de las libertades fundamentales. En cuanto la modernidad política pudo tasarse tambien en dólares, adquirió pleno valor: el régimen autorizó tímidos ejercicios de libertad de prensa e incluso reconoció algunos triunfos electorales a ciertos opositores (otros, en cambio, pagaron con la vida la osadía de haber aspirado a competir democráticamente por el voto). Los trapos sucios celosamente ocultos en los sótanos del México del PRI pudieron ventilarse siempre y cuando antes hubiesen sido debidamente estirilizados, de modo que su hedor no alcanzase a envolver al emperador de turno: Carlos Salinas de Gortari.

En ese contexto, en el mes de agosto de 1992 se estrenó en las salas mexicanas un filme ad hoc al espíritu de los nuevos tiempos: El Bulto, de Gabriel Retes. El guión, en aquel entonces, parecía auténticamente revolucionario. Retes nos refiere la historia de Lauro, un joven fotógrafo de izquierdas que, tras haber sido brutalmente golpeado por Los Halcones, cae en un coma profundo durante veinte años para despertar, literalmente, en un nuevo mundo. No obstante, bajo la apariencia de una crítica al régimen (puesto que, a fin de cuentas, se daba publicidad a un hecho que anteriormente sólo se comentaba puertas adentro, en la seguridad de las tertulias sabatinas y las sobremesas dominicales)  se ocultaba una narrativa de reconciliación. Lo pasado, pasado está: si el PRI de 1971 era pura maldad, el de 1992 encarnaba la realización histórica de los más puros ideales de la izquierda universal. «Lo que cambia», dice un personaje que ha permutado la militancia en el Partido Comunista por un sitio en el escalafón de la burocracia dorada, «no son nuestros ideas, sino como aplicarlas en un momento histórico diferente». El alfa había sido el Manifiesto del Partido Comunista: tras una larga espera, el omega finalmente se había manifestado en el inspirado liderazgo de Carlos Salinas de Gortari, que había sabido conciliarle con el decálogo neoliberal del Consenso de Washington.




Durante el coma, sus irreverentes (y poco imaginativos, todo hay que decirlo) hijos -¡ah, la juventud!- apodan a Lauro «El Bulto» en obvia y grosera referencia a su inamovilidad física. Tras su resurrección, empero, la pertinencia del mote resulta moralmente refrendada. Lauro aún sueña con la caída de Francisco Franco, el contagio del ejemplo de Cuba en el resto de América Latina, la multiplicación de Vietnam y, en fin, la victoria dialéctica del reino de la libertad sobre el reino de la necesidad. El Bulto ya no tiene cabida en el mundo de 1991: para no dejar duda alguna sobre su absoluto e irremediable anacronismo, Retes no sólo le retrata como un comunista trasnochado, sino que adjudica al personaje los prejuicios sexuales de un jesuita anclado en la Contrarreforma y el machismo del más cerril charro negro.

Solamente una vez que Lauro accede a contemporizar con la nueva realidad, las promesas del mundo en que ha despertado le son generosamente concedidas: un empleo (la ingenuidad ideológica del México de 1991 suponía que todo aquel que quisiera trabajar dentro de la economía formal, podía hacerlo... aunque hubiese estado en coma veinte años), una joven y entusiasta amante (¡revolución sexual, benditos sean los frutos de tus vientres!), el reconocimiento profesional de sus antiguos colegas periodistas, y la aceptación de los hijos a quienes no vio crecer. El Bulto incluso pide disculpas al cuñado burócrata por haberle acusado (¡oh, zafiedad imperdonable!) de complicidad con quienes, a punta de golpes, le habían obsequiado dos décadas de coma. Para (sobre)vivir en 1991, El Bulto sabiamente interioriza el consejo con el que le instruye Sonia, su hija: «Ya no se puede ser tan radical, papá».

Llegados a este punto, parecería que he defraudado cínicamente el propósito que había declarado cuando comencé a escribir estas líneas. No es así. Sucede que nuestras historias -pequeñas, frágiles, anónimas- se entretejen con la Historia grande, esa que se enuncia con mayúscula, cuyo estudio -hasta hace relativamente poco tiempo- ocupaba un lugar respetable entre las facultades universitarias. Así que mi vida estaba entretejida en el curso de los acontecimientos a los que antes me he referido: en 1991, yo era un adolescente que, como el cochinito bueno de la canción de Cri-Cri, hacía cuanto estaba en su mano para ayudar a su pobre mamá a lidiar con un divorcio encarnizado, el machismo inveterado que le negaba el acceso al empleo y los despiadados ajustes macroeconómicos que, según se nos decía en aquellos años, colocarían al país en que nací en el mismísimo umbral del Primer Mundo merced a su cuidadosa observancia de la ortodoxia neoliberal. 1991 fue también el año en que me hice comunista

Mi conversión tuvo lugar una soleada mañana de viernes en la que me sentía desmesuradamente feliz. La liberación del yugo opresor de mi padre hacía sencillamente deliciosa la estrechez económica bajo el techo de mi madre. ¿Quién necesitaba dinero, cuando bastaban los dos pies para llegar hasta donde el cuerpo aguantara? Bastaba un par de buenos zapatos para que la Ciudad de México me entregara sus secretos a la usanza de los poetas malditos: en cada esquina era libre de elegir un camino, y cada camino era un universo que se desplegaba a mi voluntad. No obstante, aquella mañana mi madre me había obsequiado con un pequeño capital, destinado exclusivamente a mi diversión. Por la tarde, terminando las clases, mis amigos me iniciarían en el paraíso de las discotecas con su horizonte inabarcable de música pop, movimiento emancipador y chicas guapas. Yo era consciente de que no podría repetir la experiencia en mucho tiempo -los chicos pagaban la entrada, las chicas no-, pero confiaba en que la fortuna me sería favorable. Sólo necesitaba una oportunidad. La tardeada (nombre abreviado que recibía la franja horaria diurna que las discotecas destinaban a los menores de edad) se presentaba a mi fantasía con el rostro borroso de una compañera -desde entonces la imaginaba única e irrepetible- con la que compartiría la dicha de mi recientemente descubierta libertad de flâneur. Como todo rito de iniciación, mi primera tardeada venía recubierta de la emoción contenida del misterio y la impaciencia del tránsito a la madurez.

Aquella mañana, mientras caminaba con mis amigos hacia el colegio, nuestra conversación giraba -evidentemente- en torno a la tardeada. Visiones: según el modo y preferencia, cada uno ligaría a sus anchas. Estrategias: cómo abordar a una chica si estaba acompañada por un grupo de amigas. Bravatas: cómo abordar a una chica si estaba acompañada por su novio. Entonces se me acercó aquel hombre. Pequeño, arrugado, maloliente. Con sus sandalias polvorientas y su traje de manta parecía un personaje extraído de algún dibujo escolar sobre la batalla del Cinco de Mayo. Aquel hombre, sin embargo, no plantaba cara a los franceses. Tenía el rostro surcado por esas peculiares manchas que dejan las lágrimas enjugadas con dedos sucios. Me mostró un billete de autobús:

- Joven, esto es lo que me costó llegar hasta acá. Quiero regresarme a mi pueblo. Cuesta lo mismo que dice aquí. ¿Me ayuda a comprar el boleto de regreso, por favor?

Ironía pura del destino, o declaración de la maestría de Dios (que Borges responda, por favor): lo cierto es que aquel hombre necesitaba, para regresar a su pueblo, exactamente la misma cantidad de dinero que costaba una entrada para la tardeada. De un lado, la musa (abstracta, pero musa al fin) que habría de hacer pleno el gozo de mi libertad. Del otro, un indígena desconocido con cabellos grises. En dieciséis años, jamás había puesto un pie en una discoteca porque mi padre no me lo permitía. ¿Quién hubiese podido reprocharme en caso de haber continuado mi camino, prestando oídos sordos a la súplica de aquel hombre? Sin embargo, era incapaz de moverme. Me quedé ahí, mirándolo, mientras manoseaba los billetes ocultos en mis bolsillos. Mis amigos se habían adelantado unos metros y, percibiendo mi indecisión, me miraban desconcertados. "Vámonos", me dijo quedamente uno de ellos. Yo ya no pensaba en la musa. Sólo podía ver el rostro de aquel hombre: lo imaginaba de pie, en el asfalto, un día tras otro, lo mismo bajo el sol que bajo el granizo. Imaginaba sus noches a la intemperie, eternamente temeroso de esa maldad que anida en la ciudad y ansía cebarse precisamente en los más débiles.

- Es  que vine a buscar chamba, joven, porque en mi tierra la cosa está muy difícil -balbuceaba mi interlocutor, con la mirada perdida en algún punto entre la vergüenza y el miedo- y, nomás llegué, me robaron la maleta con mis cosas y mi dinero... y nadie me da trabajo... y 'ora tengo que pedir limosna para comer...

No, aquello no podía ser. No podía permitirlo. Mi musa tendría que esperar... Le di a aquel hombre el dinero que mi madre me había obsequiado para que fuese iniciado en el paraíso de las discotecas.

Mis amigos se indignaron ante mi gesto. Desde su punto de vista, aquello había sido un desperdicio estúpido y una desconsideración mayúscula. Todo estaba planeado: comeríamos en la mesa familiar de uno de ellos, pernoctaríamos en la casa de otro. Incluso alguno había conseguido que su padre -o algún otro allegado- le prestara el automóvil en el que nos transportaríamos. A los amigos no se les deja plantados así: cualquier adolescente lo sabe. Tras un amargo intercambio de reproches, fui abandonado al término de la jornada. Mis frustrados compañeros de juerga, he de reconocerlo, me perdonaron rápidamente y me instaron a unirme a ellos en la parte gratuita del programa vespertino, pero con toda franqueza había perdido mi interés por el jolgorio. En cambio, una poderosa intuición me atraía hacia los estantes de la biblioteca escolar, donde me esperaba un libro cuya existencia había oído mencionar, pero que estaba prohibido en casa de mi padre: el Manifiesto del Partido Comunista. En la limitada (y conservadora) visión de mi padre, aquel texto era poco menos que un breviario para gandules, una excusa violenta para que, quienes no querían trabajar, arrebatasen a quienes sí lo hacían los medios para vivir. No obstante, yo sabía que mi madre ponía todo su empeño en encontrar un empleo y, sin embargo, nadie por aquel entonces parecía dispuesto a contratar sus servicios. El desempleo de mi madre obedecía en buena medida al machismo imperante entre sus potenciales empleadores, pero mi intuición me indicaba que igualmente hundía sus raíces en otras causas. Los noticieros insistían en que México se había vuelto rico, pero mi familia empobrecía a pasos agigantados ¿En qué se diferenciaba la situación de mi madre con la de aquel hombre que me había pedido ayuda, salvo en que las circunstancias de este último eran más desesperadas que las de mi familia?

Así que fui a la biblioteca, y leí el libro prohibido. Dos veces. La cabeza invencible de aquel alemán -parafraseando a Silvio Rodríguez, aunque ignoro si la frase realmente alude a Marx y, para serles sincero, tampoco me importa mucho- había sabido expresar mis propias ansias de emancipación. Aquel libro hablaba sobre mi madre, sobre el triste campesino que deseaba volver a su pueblo, sobre mí e incluso sobre mis amigos que, en aquel momento, habrán estado ligando: 


«La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario. Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales y no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo de una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación.»

Aquellas palabras me enardecían, me inspiraban, me llenaban de una energía que nunca antes había conocido. Salí de la biblioteca convertido en comunista. Los tiempos, empero, no eran favorables a mi nuevo credo ideológico. En diciembre de 1991, justamente, Mikhail Gorbachov renunció a la presidencia de la Unión Soviética un par de semanas después de que Rusia, Ucrania y Bielorrusia hubiesen acordado la creación de la Comunidad de Estados Independientes y la disolución del Estado soviético en el Tratado de Belovezh. Las librerías remataron a precio de saldo toda obra que pudiese relacionarse, así fuera remotamente, con la debacle del proyecto soviético. A precios verdaderamente irrisorios (considerablemente menores al coste de una tardeada), mi biblioteca personal fue poblándose con obras y autores de desecho: Marx, Engels, Lenin, Luxemburgo, Gramsci, el "Che" Guevara. Justo cuando el buque parecía irremediablemente hundido, yo había descubierto que los proletarios del mundo no tenían nada que perder, salvo sus cadenas: tenían, en cambio, un mundo que ganar.

El sobrenombre cayó por su propio peso, de los labios de uno de mis más queridos amigos. En agosto de 1992, acompañados por su padre -un hombre a quien ambos perdimos tiempo atrás, puesto que yo también le amé profundamente- asistimos a la proyección del filme de Retes en alguna sala cinematográfica del norte de la Ciudad de México, ahora desaparecida. Al término de la función, como era previsible, yo me había convertido en El Bulto (aunque, laus Deo, sin prejuicios jesuíticos ni machismo cerrero).


Seguí creciendo y alcancé la madurez bajo el signo de El Bulto. Supongo que habrá quien diga que, en mi búsqueda de la justicia, no siempre he sido coherente en la forma en que he articulado los principios políticos que han sostenido mis distintas concepciones sobre esta virtud social. Quizás tengan razón: toda búsqueda implica ensayos y mudanzas. No obstante, las raíces permanecen. Mi condición de Bulto siempre se remontará a las preguntas inscritas en el injusto dolor de un hombre desamparado y perdido en la inmensidad de una ciudad despiadada (¿por qué no había sido capaz de procurarse el sustento en su lugar de origen? ¿cómo fue que la carencia le había arrojado a la situación de desesperación en que le hallé? ¿realmente era dueño de su destino, enteramente responsable de la miseria que le acosaba? ¿su angustia era producto del azar o de la voluntad divina? ¿cómo es que las respuestas dictadas por el saber convencional para explicar su circunstancia resultaban tan sospechosamente favorables a quienes ya disfrutaban de una vida favorecida?), la libertad del flâneur recientemente conquistada, y la lectura apasionante y apasionada de un libro prohibido.


Ahora ya no soy El Bulto. O, mejor dicho, ya no lo soy enteramente, y tampoco como lo fui antaño. El idealismo frustrado de mi juventud cuajó en la amargura de mi edad madura. «Un hombre», escribe Borges, «se confunde, gradualmente con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circustancias». Hoy soy en parte El Bulto, y en parte soy un inmigrante que tiene que ocuparse de asuntos prácticos: asimilar rápidamente las reglas del performance social del lugar en que me toque hospedarme, hacer funcionar las burocracias de tres distintos Estados, conservar (y, de ser posible, mejorar) el precario estatus migratorio que le ha sido concedido a mi familia. En parte soy también el padre de Mariana: quien, a la par que su madre, tiene que pagar el alquiler de su habitación, las facturas del médico, sus ropas, sus juguetes...


Mientras mi pensamiento divaga en estas ineludibles mezquindades cotidianas, me viene a la memoria la misión Voyager, integrada por esas dos naves espaciales que, desde 1977, surcan el universo como vehículos de la (¿demasiado humana?) aspiración de comunicar la existencia de nuestra especie a cualquier inteligencia que pueda existir fuera del Sistema Solar. Como es sabido, las naves Voyager van equipadas con un conjunto de materiales audiovisuales que dan cuenta de la forma en que los humanos pensamos, sentimos, entendemos el universo y nos percibimos a nosotros mismos. Entre las piezas de música incluidas en el Voyager's Golden Disc, figura una sencilla y portentosa creación de J. S. Bach: el Preludio y Fuga en Do, Libro 2, Número 1, de Das Wohltemperierte Clavier (BWV 870), en la inigualable interpretación de Glenn Gould.





Quisiera que Mariana, cuando mire muy adentro en las profundidades de mis pupilas, vea la sombra de El Bulto como un extraterrestre escucharía esta breve pieza musical: algo muy lejano, pero no por ello menos digno de consideración. El Bulto es, sin duda, apenas un fantasma, pero un fantasma sigue siendo algo más que nada.


Quisiera que Mariana hubiese conocido al loquito que, metido en la boca del lobo de la Escuela Libre de Derechas (perdón, quise decir Derecho) donde recibió su primera formación profesional, intentaba socavar -con escasos recursos retóricos, es preciso reconocerlo, salvo una intuición elemental de justicia- el argumento del profesor de Economía que afirmaba el derecho del propietario de unos mastines a proveer con leche a sus bestias, aunque en el mundo hubiese personas muriendo de hambre. El único que, en un debate entre los compañeros de la primera generación con la que compartió las aulas universitarias, tomó la voz en contra de la expoliación de recursos naturales perpetrada por las empresas trasnacionales. Quisiera que hubiese conocido al joven abogado que vivía con muy poco dinero, y repartía su salario con quienquiera que lo necesitase. El que pasaba noches en vela, intentando convencer a quienes tenían en sus manos tomar decisiones importantes para que no permitiesen una militarización de la seguridad pública. El que se tomaba terriblemente en serio la libertad sindical. Quisiera que cuando Mariana se asome a las pupilas del cansado profesor inmigrante, agobiado por la precariedad, pueda ver más allá del presente: en partes iguales a mi pasado y a su futuro. Porque tu viejo fue alguna vez El Bulto, mi niña: la síntesis de un Preludio y una Fuga que, al final, perdieron su rumbo entre las aguas heladas del cálculo egoísta. Pero el profesor inmigrante, a fin de cuentas, es un avatar de El Bulto, y quiere para ti un mundo donde los hombres y las mujeres no sean orillados a sucumbir a  un mercado y una ciudad sin corazón. El Bulto permanece y, desde su anacronismo marginal, avista los nuevos días: tus días, Mariana, aquellos que -otro artículo de fe, puesto que eso quiero creer- habrás de vivir en amor y libertad.


En la epifanía de tu rostro, Mariana, se resuelven todas mis utopías.