jueves, 20 de octubre de 2011

El Peor de los Meheecans

El pasado 12 de octubre se transmitió el noveno episodio de la decimoquinta temporada de la serie animada South Park, titulado "The Last of the Meheecans" (pronúnciese me-ji-cans). El relato en cuestión es una delicia humorística que enfila sus baterías contra la hipócrita política migratoria de los Estados Unidos. Quienes se encuentren en dicho país pueden disfrutarlo en línea en la página web de la aludida serie televisiva. El resto del mundo puede igualmente acceder al episodio en cuestión mediante una rápida visita al blog Latin South Park.

En México,  la prensa se ha volcado en comentar la   aparición (obviamente, caricaturizada) del presidente Felipe Calderón en la serie. Entre otros medios, los diarios Milenio y El Universal, así como el blog Animal Político han publicado alguna nota al respecto. No obstante, pese a que me causa pesar contrariar a tantos y tan diversos comunicadores, desde mi punto de vista la constitución de Calderón en personaje de South Park es meramente anecdótica. En cambio, además de la aludida crítica al discurso estadounidense sobre la migración latinoamericana (que conste que no me refiero sólo a la mexicana), me pareció especialmente relevante la supuesta sorpresa que expresan los caricaturescos telediarios de South Park ante la manifestación del "orgullo mexicano".

Evidentemente, Trey Parker -guionista y director de "The Last of the Meheecans"- pretende corroer con su ácido e irreverente humor el eterno provincialismo de los Estados Unidos, capaz de reconocer las salsas mexicanas pero ciego ante el vehemente nacionalismo de sus vecinos del sur, ocupados como están los gringos en la autocomplacencia que constituye la llamada land of the brave en el mismísimo paraíso terrenal. Y ya que hemos tocado el tema de los nacionalismos absurdos, justamente unos días atrás tuve noticia de un vídeo en el que, desde la tribuna universal de YouTube, un empresario mexicano-japonés escarba sobre uno de los más viejos tópicos del nacionalismo del país que me vio nacer: México, se dice, es una nación grande y los mexicanos lo son aún más, pero necesitan esforzarse en ser como los japoneses para alcanzar el destino que les ha sido prometido. Imagino que los lectores que no sean mexicanos -y alguno que otro de mis compatriotas- encontrará este aserto tan absurdo que sin duda pensará que estoy bromeando. Por desgracia, no es así. Tanto yo como el empresario mexicano-japonés hablamos absolutamente en serio. A las pruebas me remito.




Tras escuchar este apasionado discurso, me embargó una perplejidad inenarrable. Los deseos de reír y llorar me asaltaban alternativamente y en idéntica medida. Por una parte, reconozco que este empresario tan amante de México cuando menos ha podido vislumbrar que la arrogancia de las oligarquías ha convertido al país en un polvorín. Hay una implacable sensatez en su llamado: "Amigos oligarcas, si queremos seguir disfrutando de nuestros privilegios, tenemos que resignarnos a cagar en los mismos baños que nuestros trabajadores y, mejor aún, a velar porque siempre estén limpios". No obstante, para la desgracia de nuestro nacionalista orador, puedo prever que sus colegas oligarcas no prestarán la menor atención a sus palabras. Harán circular el vídeo por correo electrónico y lo difundirán en sus respectivos perfiles en Facebook, pero conservarán sus perfumados y excluyentes cuartos de baño (esperando, eso sí, que sean otros oligarcas quienes pongan en práctica el consejo).

Admito, entonces, cierta sensibilidad pragmática en este hijo de México. Sin embargo, por otra parte me he preguntado cuáles son los alcances del principio en el que, según nuestro mexicanísimo emprendedor, está fundada la honestidad del pueblo japonés: "si no es tuyo, entonces es de alguien". A esta regla de oro habremos de sumar la exigencia que formula para trascender "lo ordinario", aquello que (con cierto asquito) identifica con la jornada laboral de ocho horas: "dar el extra" que hace asequible lo extra-ordinario supone, desde su punto de vista, "ponerse la camiseta" (de la empresa, por supuesto). Claro que el razonamiento que subyace al discurso omite las preguntas marginales, esas que quedan en el silencio de lo implícito: ¿cuál es el origen de la propiedad que presuntamente reclama nuestro respeto sacramental? ¿merecen idéntica consideración los bienes públicos que benefician a todos los ciudadanos (como los paraguas del ejemplo con el que inicia la homilía) que la propiedad acumulada, digamos, mediante la especulación financiera? ¿Qué significa "ponerse la camiseta" de una empresa? ¿La empresa que exige "el extra", superar la jornada de ocho horas (concreción práctica de las "gotitas de estudio y trabajo" que tan tiernamente se reclaman) para convertir a México en la potencia mundial que supuestamente puede llegar a ser, será igualmente solidaria cuando sus trabajadores estén enfermos o hayan envejecido? ¿Serán las empresas quienes velen por las familias de sus trabajadores mientras éstos revientan y dejan la vida en pos de la presunta grandeza de México? ¿Se satisfacen las exigencias de la igualdad con la proporción de siete a uno en el reparto de la riqueza producida que propone este honesto empresario? ¿Acaso en esa proporción de siete a uno no van implícitas las ganancias que, según se nos dice, los empresarios japoneses no perciben en los primeros veinte años de operación de sus negocios? (admito también que estas dos últimas  interrogantes deben tomarse con una pizca de sal... lo cierto es que moderar  los rendimientos del capital es un consejo  sensato para la oligarquía mexicana, lo mismo que la exhortación a comenzar la jornada antes que los trabajadores y a concluirla después que ellos... pero, dada su  inherente prudencia, supongo  que uno y otra serán  olímpicamente ignorados). 

El cuento con el que concluye el discurso me parece particularmente perverso. ¡Qué noble y gentil gorrioncillo! ¡Qué cabrón y malvado elefante! Venga, meheecans: sacrifiquen su vida "por simple lealtad" a la maravillosa tierra que tan felices los ha hecho. Tierra de oportunidades: en el 2008, 18.2 millones de mexicanos vivían en condiciones de pobreza alimentaria. El Banco Mundial asegura que en América Latina se produjeron 8.3 millones de nuevos pobres producto de la crisis mundial del 2009; de éstos, la mitad corresponde a México. Esto significa que el número actual de mexicanos en condiciones de pobreza alimentaria podría ser, de acuerdo con esa información, de 22.3 millones. Tierra de cultura milenaria: el 94% de los municipios del país carece de librerías, y el índice de lectores de libros es uno de los más bajos de América Latina. Tierra de apasionado compromiso con las causas justas: según la Universidad Johns Hopkins, México tiene uno de los porcentajes más bajos del mundo de población activa ocupada en organizaciones civiles (0,04% en México; más del 2% en Perú y Colombia).

La muerte del gorrioncillo, dice el orador, habrá cobrado sentido en la medida en que al arriesgar su vida conmueva a Dios, quien en vista del abnegado sacrificio de la pequeña ave abrirá las compuertas de las mezquinas nubes y así apagará el incendio. Este final, empero, me parece poco probable. Yo seré el peor de los meheecans, pero no puedo evitar plantearme la hipótesis de que Dios no se conmueva y, consecuentemente, la esperada lluvia no sosiegue las llamas. También me imagino el final que Oscar Wilde hubiese dado al relato del empresario mexicano-japonés: el gorrión, a medio chamuscar, ciertamente concitaría la piedad de Dios. El fuego sería sofocado por una torrencial lluvia. Entonces volvería corriendo el elefante que, en la exaltación del retorno al feliz hogar que tanto le había permitido engordar, aplastaría al gorrioncillo, parcialmente sepultado en el lodo porque las llamas le habrían privado de las alas. Puesto que siempre es necesario que algún animalito se constituya en la víctima propiciatoria que asegure la divina compasión, el elefante inventaría un nuevo cuento: "Había una vez un bosque en el que llovió tanto, tanto (porque, según cuentan los más viejos entre los viejos, Dios intentaba apagar un incendio), que los ríos se desbordaron... todos los animales huyeron, pero un ratoncito tomó dos granitos de arena y, nadando contra la corriente, intentó oponer un dique a la furia de las aguas... pasó entonces un chacal, y le preguntó: '¿Ratoncito, no ves que te vas a ahogar? ¡Corre a las tierras altas, como hacemos todos los demás?' Y el ratoncito respondió: '¡No importa que me ahogue, porque este bosque me lo ha dado todo!'"... etcétera, etcétera. Ya  conocen ustedes el final. ¡Qué dulce, enternecedor ratoncito! ¡Qué hijo de puta es el chacal!

Pues yo, como Cyrano de Bergerac, diré al cuentista: Non, merci. Ni quiero ser gorrioncillo, ni me apetece convertirme en ratoncito. Lo dicho. Soy el peor de los meheecans.

PD. Curándome en salud, he de advertir a todos aquellos que ansían gustosamente correr la suerte del gorrioncillo y/o el ratoncito, que respeto sus apegos: sólo les ruego que no intenten persuadirme para que los comparta. A los elefantes y los chacales, les encargo que presenten mis más cordiales saludos a su progenitora. Al empresario mexicano-japonés, lo felicito. Me imagino que los trabajadores de su empresa disfrutarán de baños limpios y trabajarán jornadas de quince horas para mayor grandeza de la patria. Es usted un monstruo del capitalismo (interprete esto como elogio... o como lo prefiera).

martes, 19 de julio de 2011

Tantas Preguntas, Tan Pocas Respuestas

Algunos minutos atrás, dejé por un momento la traducción en que he invertido mi tiempo esta tarde y, para despejar mi mente por un momento del trabajo, he repasado los titulares de la prensa en las páginas web de diversos medios españoles y canadienses. Aunque sin duda heriré alguna susceptibilidad nacionalista, confieso que los periódicos mexicanos únicamente los miro una vez a la semana: primero, porque hasta donde alcanza mi memoria, el recuento del diario acontecer realizado desde los medios mexicanos suele prestar nula atención a cuanto sucede en el resto del mundo (en nahuátl, la voz México significa "ombligo de la luna", y ciertamente pocos países viven tan absortos en la contemplación de su ombligo, como aquel que me vio nacer); y segundo, porque los titulares mexicanos se han transformado a lo largo de los últimos años en un recuento de ejecuciones, asesinatos, violaciones y torturas sobre el que poco puede comentarse, salvo insistir en la patente imbecilidad de atacar el consumo de drogas como una cuestión de seguridad pública en vez de evaluarlo como un problema de salud, algo que ya he discutido en este blog, por ejemplo, cuando comenté las opiniones de Joaquín Sabina y Vicente Fox en torno a la estrategia seguida por la presente administración mexicana respecto al consumo de narcóticos, o cuando contrasté el posicionamiento del gobierno de Barak Obama con el de aquel presidido por Felipe Calderón con relación al mismo problema.

En fin: esa es harina de otro costal, y ahora mismo no me apetece revolcarme de nuevo en esos barrizales. De modo que, volviendo a mi (frustrado) momento de solaz durante la jornada laboral, reconozco que leer la prensa con miras a relajarse es una soberana estupidez. Ignoro qué tenía en la cabeza cuando la idea me cruzó por la mente. Es imposible tranquilizarse cuando, al margen de otros horrores bélicos, ecológicos y sociales, uno se entera que, por un lado, la crisis fiscal del euro continúa acentúandose (con España e Italia en el punto de mira de los especuladores) y, por otro, la situación en la otra orilla del Atlántico no es mejor en vista de las dificultades a las que se ha enfrentado Obama para conseguir que ciertos recalcitrantes miembros del Partido Republicano autoricen a su administración un incremento en sus límites de endeudamiento con miras a satisfacer sus necesidades inmediatas de liquidez.

Uno lee los titulares sobre la crisis y reconoce que ha sido lo suficientemente afortunado como para sobrellevarla con la seguridad de un empleo, techo y tres comidas diarias, pero al mismo tiempo vislumbra el barrunto de una espantosa tormenta que amenaza con hacer naufragar estas frágiles y aparentemente sencillas certezas, injusta y sistemáticamente negadas a millones de personas. El hecho de que, por el momento, la fortuna nos sea favorable no implica que el sistema capitalista de producción sea justo y, precisamente por ello, no nos exime de resultar  a la postre triturados entre los inclementes engranajes que lo mantienen funcionando. Y entonces, cuando estas ideas comienzan a calar en la conciencia, ante la desagradable sensación de que nuestra vida ya no depende realmente de nosotros que parece asentarse en las entrañas una multitud de preguntas taladra nuestras sienes.

¿Qué ceguera ha hecho presa de nuestro entendimiento para hacernos ver con naturalidad la absurda distopía en la que estamos inmersos? ¿En qué momento hipotecamos nuestro futuro en aras del culto hermético de la numerología? ¿Cómo fue que permitimos que unos oscuros sacerdotes, ocultos entre las sombras de sus inaccesibles templos, invoquen la prima de riesgo o el precio del barril del West Texas Intermediate (o del Brent o del Dubai, según la preferencia y/o el posicionamiento geográfico de los estimados lectores) para determinar quiénes serán inmolados en el altar de los sanguinarios dioses de los mercados? ¿Cuándo consentimos nuestro enclaustramiento en la esclavitud de la deuda y el consumo? ¿Quién ha sido el habilísimo charlatán que nos convenció de que trabajar más tiempo y con mayor entrega por menos dinero y con menos derechos constituye un arreglo justo en el mejor de los mundos posibles? ¿Cuándo comenzó la seducción de las pantallas -ahora con tecnología LED y hasta en tercera dimensión- que nos mantiene pasmados con las miserias y los ligues de artistillas y deportistas variopintos, mientras otros disponen de nuestro presente y porvenir? ¿Dónde están los héroes y las heroínas que precisa ahora mismo nuestra historia para enarbolar los antiguos poderes de la libertad, la igualdad y la fraternidad contra la infamia que nos oprime? En suma, ¿qué carajos estamos esperando para salvar nuestras vidas del abismo, antes de que sea demasiado tarde?

Tantas preguntas, tan pocas respuestas.

martes, 12 de julio de 2011

El Teatro del Mundo: Estampas de Ottawa II (Contra el Optimismo Tipo Coca-Cola)

Pese a que amo la utopía con toda mi alma, pocas cosas hay que me enfaden tanto como el optimismo hueco e imbécil. Me exasperan hasta la indignación las decenas de optimistas posmodernos que, tras saciar su sed de Absoluto en las aguas -encharcadas pero dulces- ya de ciertas versiones aligeradas del budismo, ya del misticismo judío (¡cómo si estas doctrinas no fuesen ostensiblemente pesimistas en sus fundamentos ontológicos y antropológicos, y por consiguiente tremendamente exigentes en sus postulados éticos!) o, simplemente, de un jipismo téñido en matices rosas, van por la vida predicando -como Pangloss, la caracterización paródica del filósofo Gottfried Wilhelm Leibniz en Candide, ou l'Optimisme, el célebre cuento satírico publicado por Voltaire en el año de 1759- que basta la buena vibra para que prevalezcan la bondad y la virtud en el mundo, puesto que «tout est au mieux» («todo sucede para bien») en tanto que habitamos en «le meilleur des mondes possibles» («el mejor de los mundos posibles»). A modo de muestra de los insultantes alcances de esta doctrina auténticamente corruptora de jóvenes, no tan jóvenes y viejos por igual, bástenos un breve vistazo a la publicidad con la que Coca Cola pretende adormecernos ante la innegable y perturbadora realidad de un horizonte convulsionado y progresivamente violento:



Ignoro qué tenían en la cabeza los publicistas de Coca Cola cuando perpetraron esta obscena bofetada contra nuestra inteligencia ¿En verdad pretenden que creamos que los ositos de peluche son capaces de frenar los tanques? ¿Nuestra economía saqueada por el capital financiero se reactivará a punta de entonar distintas versiones de What a Wonderful World? ¿La donación de sangre compensa los daños causados por la corrupción? ¿Los tapetes que dan la bienvenida a los visitantes de nuestros hogares derriban muros, o ablandan las frías voluntades de quienes los erigen? ¿Un millón de maternales pasteles de chocolate realmente constituyen un escudo contra los misiles? ¿Podemos utilizar el dinero del Monopoly para comprar las medicinas que curan a los enfermos, o los alimentos que añoran desesperadamente los hambrientos? ¿Cada vídeo cómico difundido en Internet neutraliza, por citar sólo un par de ejemplos, los pocos segundos que los telediarios dedican a las acciones bélicas o el escasamente atendido recuento que los científicos han hecho sobre la acelerada degradación de nuestro medio ambiente? ¿Quienes conscientemente optamos por tener un hijo, somos realmente garantes de la confianza en que el curso que sigue actualmente el mundo es esperanzador?

No, no, no, no, no, no, no y NO. Me he convertido en padre tres meses atrás, y me niego a ser coartada del perverso optimismo postulado por Coca Cola, cuyo artificio retórico básicamente consiste -para ilustrarlo mediante un ejemplo- en comparar naranjas con vacas y confiar en que el público aceptará que ambas son una y la misma cosa. Por mi parte, si conservo algún atisbo de esperanza en el futuro, sólo puedo vislumbrarla tal como Gustav Klimt la retratara en una controversial pintura -titulada, precisamente, Die Hoffnung: La Esperanza- elaborada hacia 1903 que, al día de hoy, forma parte de la colección permanente de la National Gallery of Canada (a la cual me referí en la entrada del día de ayer). Klimt nos muestra a una mujer desnuda y en avanzado estado de embarazo que, imperturbable, se yergue entre la muerte y numerosas figuras deformes y demoníacas. Pese a la maldad y el potencial daño que le rodean, la expresión y el gesto de la mujer denotan una profunda serenidad: es evidente que no teme a las hostiles criaturas que le rodean. Así quisiera marchar yo con Mariana (para quienes no lo sepan, tal es el nombre de mi hija) a cuestas mientras ella me necesite: consciente de que las cosas están muy mal y que todo parece indicar que empeorarán (y mucho) todavía, pero dotado de la fuerza interior necesaria para enfrentar con entereza la oscuridad que se cierne sobre nosotros. Klimt viste con lucidez la esperanza ahí donde Coca Cola la obnubila con el opio de la cursilería: el remedio contra el mal que nos acecha no son los juguetitos afelpados, las tonadillas pegajosas o las bebidas dulzonas preparadas con fórmulas dudosas; sino la valentía de reconocer que, a pesar de los pesares, nuestros amores confieren belleza a la vida aún frente a la más recalcitrante vileza. Por nuestros amores, ahora más que nunca, necesitamos hacer acopio de coraje para -como en su momento exigía Voltaire- aplastar la infamia dondequiera que ésta se alce.

La utopía sólo es posible en la medida en que reconozcamos, justamente, que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, sino en uno transido de injusticia, enfermedad y dolor. La arrogancia de quienes se benefician del presente estado de cosas sólo es explicable porque confían en que, por muy infelices que seamos o muy desesperada que sea nuestra situación, somos incapaces de vislumbrar alternativas a la forma como vivimos actualmente. Quien, al igual que Pangloss, sostenga que este es el mejor de los mundos posibles, en realidad está empujando a nuestros hijos e hijas hacia el abismo por cuyo filo estamos obligados a hacer juegos malabares hoy en día. Así, cuando llegue el momento en que esto se caiga a pedazos, sin duda yo saldré tan descalabrado como los optimistas ... sólo confío en que, gracias al hecho de que procuro llevar los ojos bien abiertos, mi hija pueda salir relativamente indemne del colapso (aunque, tristemente, tampoco puedo ofrecerle garantía alguna de esto).

lunes, 11 de julio de 2011

El Teatro del Mundo: Estampas de Ottawa I (La Guerra es la Paz)

En la explanada mediante la cual se accede al Musée des Beaux Arts du Canada (en inglés, National Gallery of Canada) se erige una de las copias fundidas en bronce de Maman, la célebre escultura de Louise Bourgeois que representa una araña de diez metros de altura que porta en su vientre veintiséis huevecillos de mármol.  "Maman" es la voz coloquial utilizada para designar a la madre en francés: el equivalente a nuestra castellana "mamá". En su momento, Bourgeois declaró que Maman (cuyo original en acero inoxidable pertenece al Tate Modern, en Londres) es un homenaje a su  propia madre, quien dirigía el taller del negocio familiar, consistente en la reparación  de tapices. Las relaciones materno-filiales siguen senderos insospechados, de modo que no debe sorprendernos que la apología de la madre revista también la forma de un arácnido gigante. Bourgeois afirmaba que las arañas  son presencias astutas, protectoras y amigables -cualidades todas que apreciaba en su madre- en cuanto nos guardan del daño y la enfermedad acarreados por los mosquitos y otras alimañas. Confieso que, en lo personal, profeso una simpatía similar por las arañas. No obstante, reconozco que también entrañan el peligro de una técnica depredadora calculada, paciente y cruel (¿a quién le gustaría estar atrapado en una telaraña?). Las descomunales proporciones de Maman proyectan por tanto una imagen ambigua de la maternidad, tal como se advierte en la placa que el museo ha colocado en su puerta de entrada:

 
«Maman, the giant egg-carrying spider, is a nurturing and protective symbol of fertility and motherhood, shelter and the home. With its monumental and terrifying scale, however, Maman also betrays this maternal trust to incite a mixture of fear and curiosity»

Aunque se me acuse de incurrir en un poco elegante didacticismo, va (por amor al castellano) una traducción aproximada y presurosa de la susodicha inscripción: «Maman, la gigantesca araña portadora de huevos, es un símbolo nutricio y protector de la fertilidad y la maternidad, el refugio y el hogar. Sin embargo, dada su monumental y terrorífica escala, Maman también traiciona esta confianza maternal e inspira una mezcla de miedo y curiosidad». Maman, en suma, es bella, poderosa... y también oscura, terriblemente amenazante.

Antes de mi visita a Ottawa, ya había tenido la oportunidad de admirar a Maman tanto en Londres como en Bilbao (en las inmediaciones del Museo Guggenheim). Sin embargo, sólo en Ottawa Maman ha sido emplazada como vecina del National Peacekeeping Monument (Monument au Maintien de la Paix) -significativamente titulado Reconciliation-, que pretende honrar a los canadienses que han perdido la vida al servicio de las Fuerzas de Paz de Naciones Unidas. El monumento, diseñado por Jack K. Harman, Richard G. Henriquez y Cornelia Hahn Oberlander, fue inaugurado en 1992. Su fuerza dramática es considerable: en primer plano, asistimos a la representación de tres soldados (dos hombres y una mujer) que, entre unos "escombros" constituidos por enormes bloques de hormigón dispuestos aleatoriamente (símbolo de la guerra) miran hacia un grupo de jóvenes árboles (símbolo de la paz). Una placa verbaliza el mudo enunciado que orgullosamente articulan  los tres militares (que nadie acuse a las autoridades canadienses de ser tan poco previsoras como para permitir equívocos semióticos):


«Members of Canada's Armed Forces, represented by three figures, stand at the meeting place of two walls of destruction. Vigilant, impartial, they oversee the reconciliation of those in conflict. Behind them lies the debris of war. Ahead lies the promise of peace; a grove, symbol of life»

Va de nuevo la traducción, tan apresurada como la anterior: «Miembros de las fuerzas armadas canadienses, representados mediante tres figuras, se yerguen en el punto de encuentro entre dos muros de destrucción. Vigilantes e imparciales, supervisan (¡sic!) la reconciliación entre aquéllos que se encuentran en conflicto. Detrás de ellos yacen los escombros de la guerra. Frente a ellos se alza la promesa de la paz: una arboleda, símbolo de la vida». La vieja historia esculturalmente teatralizada: como cabría esperar de un buen padre de familia, Occidente procura con iguales dosis de sabiduría y justicia la salvación de los bárbaros empeñados en empobrecerse y desangrarse en absurdas batallitas. No obstante, visto desde Maman, el National Peacekeeping Monument ofrece lecturas asaz distintas de la exaltación heroica de las guerras libradas por las potencias occidentales para la -así llamada- salvaguarda de la paz y los derechos humanos a las que nos hemos acostumbrado a lo largo de las últimas décadas...




En una singular manifestación de autocrítica involuntaria, la intersección de la Mackenzie Avenue y Sussex Drive en Ottawa nos advierte que, en la medida en que confiemos la seguridad de la paz a la guerra, las intervenciones "humanitarias" abrazarán a los dolientes y los oprimidos con la ambigua ferocidad de Maman, cuya ternura no distingue entre proteger y devorar. Asimismo, la estampa combinada de Maman y el National Peacekeeping Monument nos indica hasta qué punto vivimos en un mundo distópico: bástenos recordar que uno de los tres lemas que George Orwell atribuye al escalofriante poder totalitario que describe en Nineteen-Eighty-Four (novela publicada en 1948) es, precisamente, "la guerra es la paz". El futuro ficticio predicho por Orwell se ha hecho realidad y nos ha alcanzado. Creo francamente que no está lejos el día en que veremos erigirse orgullosamente en la capital de las potencias que determinan nuestros destinos bajo el vigente sistema-mundo sendos monumentos que, con la eternidad de la piedra, proclamarán por igual que "la libertad es la esclavitud" y que "la ignorancia es la fuerza".

viernes, 8 de julio de 2011

Posdata Barroca: La Vera Historia del Gato con Botas

Refrescar la memoria puede ser un ejercicio edificante e instructivo. Para quienes hayan olvidado la versión de Le Maître chat ou le Chat botté escrita por Charles Perrault (a la que me referí en la anterior entrada de este blog), y por añadidura no quieran conformarse con mi apresurado resumen de ella, pueden leer una buena traducción castellana en este vínculo. Asimismo, si les apremia el prurito de la pureza filológica y prefieren leerlo en francés, sepan que Internet provee generosamente la satisfacción de sus deseos de cultura, de modo que pueden acceder al cuento de marras en versión original mediante este otro vínculo. ¡Buena lectura, y hasta pronto!

Gustave Doré, «L'Ogre le reçut aussi civilement que le peut un Ogre» (1867)

jueves, 7 de julio de 2011

Ecos Barrocos: La Vida entre La Cenicienta y El Gato con Botas

Tarde y desde el exilio he caído en la cuenta de que mi vida entera ha estado determinada por el barroco. Por razones que no viene al caso contar (pero que, quien se sienta picado por la curiosidad, podrá averiguar aquí), en las últimas semanas he estudiado concienzudamente el tránsito entre el barroco tardío y la primera Ilustración en Francia. A efecto de documentar debidamente mi investigación, igualmente me he adentrado en el análisis de la osamenta, el nervio y el corazón del barroco español. De ahí que me haya deleitado releyendo los textos de Baltasar Gracián (1601-1658) pero, al propio tiempo, me haya entristecido profundamente al constatar la vigencia que la política y la sociedad barrocas tienen aún en América Latina.

Establezcamos primero algunas precisiones conceptuales, a cuyo efecto dejaré asentada desde ahora mi tesis: tengo la impresión de que los discursos políticos latinoamericanos no han superado todavía la herencia colonial barroca. Me interesa sobre todo destacar la permanencia de la estética-política barroca tanto en el ámbito público como en la esfera privada. Me explico: la estética barroca siente fascinación por la apariencia, la teatralidad y el engaño. En pintura, por ejemplo, la técnica barroca predilecta es el trompe l'œil, esto es, el trampantojo, el engaño visual que crea deliberadamente perspectivas falsas.


Andrea Pozzo, Gloria di Sant'Ignazio (1685)

La prosa didáctica de Baltasar Gracián (quien fuera ordenado sacerdote jesuita en el año de 1627) está embebida tanto en las estrategias estéticas del barroco como en su pesimismo ético, ontológico y antropológico. Para Gracián, el mundo es un espacio hostil y engañoso donde las apariencias prevalecen frente a la nula certeza en el triunfo de la virtud y la verdad, impotentes ante el quehacer cotidiano de seres humanos cuya voluntad inevitablemente se encuentra henchida de mezquindad y malicia. Sus obras, por tanto, se ocupan fundamentalmente de aconsejar al lector para facilitarle la adquisición de habilidades y recursos que le permitan desenvolverse entre las trampas de la vida.

Gracián extiende la estética barroca al arte de la política, que percibe igualmente inclinado hacia el disimulo y las apariencias. Así, aconseja al héroe barroco que practique «incomprensibilidades de caudal», es decir, que oculte astutamente la verdadera extensión de su influencia y riquezas porque la apariencia de poder equivale al poder mismo. En la España barroca, para ser príncipe debe comenzarse por parecerlo. Según Gracián, quien aspire a triunfar debe dominar el arte de «medir el lugar con su artificio», lo cual implica «cebar la expectación, pero nunca desengañarla del todo» y conferir preferencia a la promesa de acción sobre la acción misma, toda vez quien obra en estos términos puede generar en torno a su persona «siempre esperanzas de mayores» hazañas. A continuación, añade Gracián:

«Excuse a todos el varón culto sondarle el fondo a su caudal, si quiere que le veneren todos. Formidable fue un río hasta que se le halló vado, y venerado un varón hasta que se le conoció término a la capacidad; porque ignorada y presumida profundidad, siempre mantuvo con el recelo el crédito [...] Ventajas son de ente infinito envidar mucho con resto de infinidad. Esta primera regla de grandeza advierte, si no el ser infinito, a parecerlo, que no es sutileza común [...] ¡Oh, varón cándido de la fama! Tú, que aspiras a la grandeza, alerta al primor. Todos te conozcan, ninguno te abarque; que con esta treta, lo moderado parecerá mucho, y lo mucho infinito, y lo infinito más» (El Héroe, Primor Primero).
El ocultamiento del caudal es entonces una condición fundamental del éxito mundano. A ello debe añadirse una profunda conciencia de las formas y los ritos sociales, así como de las distancias y jerarquías que es posible generar mediante unas y otros:


«Excusar llanezas en el trato. Ni se han de usar, ni se han de permitir. El que se allana pierde luego la superioridad que le daba su entereza, y tras ella la estimación. Los astros, no rozándose con nosotros, se conservan en su esplendor. La divinidad solicita decoro; toda humanidad facilita el desprecio. Las cosas humanas, cuanto se tienen más, se tienen en menos, porque con la comunicación se comunican las imperfecciones que se encubrían con el recato. Con nadie es conveniente el allanarse: no con los mayores, por el peligro, ni con los inferiores, por la indecencia; menos con la villanía, que es atrevida por lo necio, y no reconociendo el favor que se le hace, presume obligación. La facilidad es ramo de vulgaridad» (Oráculo Manual y Arte de Prudencia, Aforismo 177)
Nací en 1973, pero tal parece que hubiese visto la luz entre 1639 y 1660 (años en los que se publicó la mayor parte de la obra de Gracián). Aprendí a conducirme en sociedad bajo el manto de un imaginario de jerarquías y reverencias, que privilegia la apariencia por encima de todo. A mi memoria acuden los títulos que quienes se perciben a sí mismos abajo en la jerarquía social adjudican espontáneamente a aquellos a quienes han atribuido una posición superior en el escalafón de castas y estamentos (digo atribuida antes que cierta en vista de que, por virtud de las «incomprensibilidades de caudal», el emplazamiento que cada uno posee en la compleja red de las jerarquías sociales siempre conlleva sendos ingredientes de intriga y misterio). Maestro, Licenciado, Catedrático, Excelentísimo Rector, Comandante, Señor Diputado, Don Gobernador, Presidente... a lo largo de mi vida he visto auténticos asnos revestidos con toda suerte de dignidades por los mismos que padecen el peso obsceno de sus pezuñas sobre su rostro. El barroco es la tragedia de Iberoamérica (a la que España, aún el día de hoy, tampoco es ajena): el eterno opio del demos que se resiste a admitir que, durante décadas que se han acumulado en centenas de años, nuestros sucesivos emperadores han desfilado desnudos.

Puesto que nací donde me tocó nacer (eso nunca se elige), crecí en un mundo de cuento de hadas. Hasta los veintiocho años (el hito existencial que marca el inicio de mi exilio), los códigos que regularon mi vida privada oscilaron entre Cendrillon, ou la Petite Pantoufle de Verre (“La Cenicienta”) y  Le Maître Chat, ou le Chat Botté (“El Gato con Botas”), dos de los cuentos más célebres y aplaudidos de Charles Perrault. La obra de Perrault se sitúa en el tránsito entre el barroco y el llamado Siglo de las Luces, entre la primera generación de escritores y escritoras que cultivaron el cuento de hadas literario (1690-1715). Aquella primera generación de cuentistas estuvo integrada por prácticamente el mismo número de mujeres que de hombres: entre sus representantes contamos, por ejemplo -además del aludido Perrault-, a Marie-Catherine d’Aulnoy, Catherine Bernard, Marie-Jeanne Lhéritier de Villandon, Henriette-Julie de Murat o Charlotte-Rose Caumont de la Force, entre otros. Las mujeres cuentistas escribieron dos terceras partes de los cuentos publicados entre los últimos años del siglo XVII y los primeros del XVIII: para ser precisos, 74 de un total de 114. Sin embargo, sólo recordamos un puñado de historias publicadas por Perrault: Le Petit Chaperon Rouge (“La Caperucita Roja”); Les Fées (“Las Hadas”); La Barbe Bleue (“Barba Azul”); La Belle au Bois Dormant (“La Bella Durmiente del Bosque”); Riquet à la Houppe (“Ricardito el Copetudo”), y Le Petit Poucet (“Pulgarcito”), además de los mencionados Cendrillon y Le Maître Chat.

Por esta ocasión, obviemos los complejos procesos históricos que determinaron la canonización de los cuentos de Perrault en detrimento de la obra de sus coetáneos. Bástenos apuntar que Charles Perrault instrumentó literariamente la tradición oral del cuento fantástico-maravilloso como vehículo para la difusión de la civilité aristocrático-burguesa. En cuanto proveedores de estándares de conducta, sus famosos siete relatos en prosa pueden clasificarse en dos variantes según el género hacia el cual se dirigen: Le Petit Chaperon Rouge, Les Fées, La Barbe Bleue, La Belle au Bois dormant y Cendrillon establecen códigos femeninos; por el contrario, Riquet à la Houppe, Le Petit Poucet y Le Maître Chat disponen modelos masculinos. Dicho brevemente, a la femme civilisée idealizada por Perrault bastan –como a Cenicienta- unas dosis de belleza (beauté) y donaire o gentileza (bonne grâce) suficientes para asegurarle un buen matrimonio; el homme civilisé, en cambio, requiere la industria (industrie) y el ingenio (savoir-faire) que hicieron prosperar al Gato con Botas.

Gustave Doré, «On n'entendait qu'un bruit confus: “Ah, qu'elle est belle !”»


La perversa herencia de Perrault ha causado daño en el mundo entero, pero en pocos lugares ejerce aún la seducción con la que gravita sobre América Latina. Dejo a las mujeres la voz para contar la experiencia de crecer bajo la sombra de Cenicienta: yo me limitaré a relatar cómo se esperaba de mí que ajustara mi conducta a los cánones del Gato con Botas. Recordemos brevemente la historia contada por Perrault: el hijo menor de un pobre molinero recibe como única herencia un gato. Al escucharle lamentarse por su suerte -y temiendo por su propia vida, puesto que los hambrientos no suelen hacer ascos a merendarse algún felino si hay ocasión para ello-, el gato pide a su amo que le compre unas botas y una bolsa de piel, pues sólo así podrá valorar en toda su magnitud la verdadera fortuna que ha heredado. El desventurado joven accede a la petición del gato, quien sale de cacería y, tras atrapar algunas liebres, se presenta -debidamente ataviado con sus botas- ante el Rey para presentarle el botín como un obsequio del ficticio Marqués de Carabas (que en realidad es su amo). El Rey acepta el regalo y, a partir de ese momento, es una y otra vez engatusado -nunca mejor dicho- por el taimado felino, quien sucesivamente hace vestir al pobre hijo del molinero con magníficos ropajes, le convierte en dueño de la heredad de un temido ogro (al que devora tras convencerle de que se convierta en un ratón) y, finalmente, le allana el camino para contraer matrimonio con la mismísima hija del (¿ingenuo?) soberano. Como recompensa por sus servicios, el gato vive el resto de sus días como un gran señor que ya no precisaba perseguir ratones (salvo como divertimento para paliar el aburrimiento de su vida de ocio).

¿Cuáles son las lecciones que un joven varón cuya suerte no fue tanta como para nacer en las clases sociales adecuadas puede aprender de esta historia? En síntesis, pueden expresarse en dos ideas generales:

1. Para triunfar entre los poderosos, no es menester tener poder, sino vestirse como si uno lo tuviera (de ahí la importancia que el gato confiere a las botas y su posterior empeño en engañar al Rey, afirmando que unos ladrones han robado los vestidos a su amo, con miras a que la propia corte le vista con ricos ropajes).
2. El éxito mundano autoriza a cualquiera que lo persiga para mentir, amenazar a los débiles e incluso matar, cuando ello sea necesario para conseguir algún objetivo durante el ascenso en el escalafón social.

Cuando era más joven, soñaba con subvertir ese orden barroco de las apariencias en el que se desenvuelve el Gato con Botas que, en forma triste y surrealista, era la norma de mi propia realidad. El optimismo revolucionario me inundaba cuando pensaba en François Marie Arouet (mejor conocido como Voltaire), nacido en 1694, en un momento en que el Ancien Régime sobre el que se sostenía la corte de Luis XIV parecía eterno y absolutamente impermeable al cambio. Sin embargo, hacia 1778 -año de la muerte de Voltaire- la Ilustración había producido tal desestabilización en el viejo orden que le había colocado en el filo del colapso. Voltaire fue, precisamente, una figura central en el desarrollo del pensamiento ilustrado que finalmente sepultaría el Ancien Régime bajo los ideales de igualdad, libertad y fraternidad que inspiraron a la Revolución Francesa. Dramaturgo, ensayista y crítico, Voltaire fue ante todo y sobre todo un luchador infatigable contra la mentira y la superstición. Écrasez l’infâme era su grito de batalla contra los enemigos de la Ilustración: una expresión que reiteradamente aparece en su correspondencia. Aplastad la infamia. Combatidla ahí donde la encontréis: ya sea en la corrupta Iglesia Católica o en la maquinaria política asfixiante del absolutismo, puesto que una y otra respaldaban y alimentaban poderes salvajes e ilimitados que destilaban un ambiente constante de terror mediante dosis calculadas de crueldad.

Ojalá llegue el día en que se alcen en América Latina cientos de nuevos y mejorados Voltaires (más vale tarde que nunca) que digan hasta aquí, ya basta: a la infamia se le aplasta, no se le disfraza y multiplica entre ropajes y espejos barrocos. Que caigan las máscaras y las apariencias, que las lealtades impuestas por oscuras jerarquías cedan ante el clamor de justicia de millones de seres humanos oprimidos y desposeídos. Por lo que a mí respecta, confieso que me encuentro demasiado cansado como para retomar mi pluma y escribir, una vez más, écrasez l’infâme. Visité rápidamente México algunas semanas atrás, y los consabidos comentarios sobre mi aspecto -el cabello largo, las pulseras de piel y la renuencia a la corbata indefectiblemente motivan algún “qué te dicen los canadienses y/o españoles cuando te ven en esas fachas”- me han confirmado que, por aquellos lares, las cosas siguen siendo tan barrocas como cuando partí, más de una década atrás. Si volviera, me imagino que sería instado a calzarme las botas, como hizo el gato, al servicio de algún patrón cuyo ascenso me vería forzado a procurar a cambio de no ser devorado: el precio que tengo pagar por haber nacido en México, pero sin haber nacido rico al propio tiempo. Creo que no será así (aunque reconozco que nadie debe sentirse autorizado a decir “de esta agua no beberé”) porque la fuerza centrífuga de mis decisiones vitales me aleja cada vez más del país que me vio nacer. Sin embargo, para quienes en aquellas tierras aún amen la justicia y no hayan caído todavía en la desesperación (como, en buena medida, me ha sucedido a mí), he aquí mi mensaje de esperanza: el mundo no está terminado, sino en proceso de construirse. Voltaire, como apunté antes, nació en 1694; Perrault publicó en 1697 sus célebres Histoires ou Contes du Temps Passé. Cada uno de estos autores se dirige precisamente a ti, lector que también estás leyendo estas líneas: el primero, con su bravura imbatible ante la opresión; el segundo, con su convicción en la permanencia de un orden de jerarquías y apariencias al que sólo se puede sobrevivir mediante la fría astucia. Yo quise seguir al primero, pero me agoté en el camino y abandoné la batalla. Tú, en cambio, puedes ser mejor que yo, e incluso mejor que Voltaire. ¿Qué piensas hacer al respecto?

sábado, 11 de junio de 2011

La Permanencia de «El Bulto»: Preludio y Fuga para Mariana

Durante meses he descuidado esta bitácora en la que, durante los últimos tiempos en que residí en España, vertí regularmente mis pensamientos. Soy consciente de que mi silencio entrañó el más terrible de los pecados en estos días hambrientos de novedad: ahora nadie leerá lo que escriba. Mejor así. Lo que ahora tengo que decir viene de lo más hondo -De profundis clamavi ad te, Domine- y prefiero que, si acaso llega a ser leído, lo sea aleatoriamente. Estas palabras son apenas una brizna de hierba seca, perdida en la tormenta de todo cuanto sea dicho y publicado el día de hoy. No tienen importancia para el mundo, aunque la tengan para mí y -así lo quiero creer- para Mariana, mi hija. Ni siquiera tengo la intención de cuidar la forma de las ideas que ahora mismo se atropellan en mi mente: sirva su contenido como única justificación de su fugaz tránsito por el marasmo de la información que les sepultará en la red en cuanto su trémula presencia escape de mis manos. Llevan una buena intención: ojalá que, si alguien repara en ellas, pueda percibir el eco distante de aquello que alguna vez fue hermoso en mí y, así, conferirle nueva vida.

Decía entonces que el silencio es imperdonable para quien utilice un blog a modo de ventana abierta desde la soledad de la conciencia hacia la aldea global (¡tan pronto empezamos con los lugares comunes!). Qué se le va a hacer: la vida es renuente a acomodarse a las exigencias de la sociedad de la información. La deriva desde la balsa de piedra -Saramago, gracias por la metáfora- hasta la inmensidad del helado Norte, el nacimiento de una niña hermosa e inquieta y la pérdida de una persona amada no son sucesos que se acomoden fácilmente con el ímpetu expansivo del ego -progresión voraz del yo opino, yo he visto, yo deseo que tú me reconozcas como interlocutor- que subyace a todo blog. Podemos decir que la vida contuvo mi ego y le silenció. Algo bueno ha hecho la vida en estos últimos meses.

Hoy, empero, la represa de la vida se ha visto desbordada por la impresión que ha dejado en mi ánimo un rápido repaso por los titulares de la prensa. Los diarios mexicanos han dedicado algunas notas al recuento de una triste efeméride popularmente conocida como El Halconazo. No quisiera aburrir a la aldea global con detalles históricos. Dejemos que sea la voz oracular de Wikipedia quien nos documente: «La Masacre del Jueves de Corpus o La Masacre de Corpus Christi —llamada El Halconazo por la participación de un grupo paramilitar conocido con ese nombre— es como se le conocea los hechos ocurridos en Ciudad de México, el 10 de junio de 1971 (día de la festividad de Corpus Christi, de donde tiene origen el nombre coloquial de la matanza), cuando una manifestación estudiantil en apoyo a los estudiantes de Monterrey, fue violentamente reprimida por un grupo paramilitar al servicio del estado llamado Los Halcones» (quien quiera leer el artículo completo, puede hacerlo en este vínculo). Han pasado cuarenta años desde aquel aciago día. La memoria es un antídoto infalible contra nostalgias extraviadas: el país en el que nací estaba tan revuelto en ese entonces como lo estaba esta misma mañana.

Veinte años después, el mismo régimen que engendró a Los Halcones necesitaba desesperadamente disimular la sangre que había acumulado a lo largo de las seis décadas previas. El gobierno mexicano negociaba los términos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y es sabido que las democracias occidentales únicamente aceptan democracias de corte occidental como socios comerciales. Venga la eficacia retórica del ejemplo a desentrañar el sentido de este aserto aparentemente críptico: si los agricultores veracruzanos aspiraban a vender sus tomates en los supermercados de Baltimore o Toronto, era preciso que el Estado mexicano garantizase el ejercicio formal (porque la forma, contra lo que supone el refrán, no siempre es fondo) de las libertades fundamentales. En cuanto la modernidad política pudo tasarse tambien en dólares, adquirió pleno valor: el régimen autorizó tímidos ejercicios de libertad de prensa e incluso reconoció algunos triunfos electorales a ciertos opositores (otros, en cambio, pagaron con la vida la osadía de haber aspirado a competir democráticamente por el voto). Los trapos sucios celosamente ocultos en los sótanos del México del PRI pudieron ventilarse siempre y cuando antes hubiesen sido debidamente estirilizados, de modo que su hedor no alcanzase a envolver al emperador de turno: Carlos Salinas de Gortari.

En ese contexto, en el mes de agosto de 1992 se estrenó en las salas mexicanas un filme ad hoc al espíritu de los nuevos tiempos: El Bulto, de Gabriel Retes. El guión, en aquel entonces, parecía auténticamente revolucionario. Retes nos refiere la historia de Lauro, un joven fotógrafo de izquierdas que, tras haber sido brutalmente golpeado por Los Halcones, cae en un coma profundo durante veinte años para despertar, literalmente, en un nuevo mundo. No obstante, bajo la apariencia de una crítica al régimen (puesto que, a fin de cuentas, se daba publicidad a un hecho que anteriormente sólo se comentaba puertas adentro, en la seguridad de las tertulias sabatinas y las sobremesas dominicales)  se ocultaba una narrativa de reconciliación. Lo pasado, pasado está: si el PRI de 1971 era pura maldad, el de 1992 encarnaba la realización histórica de los más puros ideales de la izquierda universal. «Lo que cambia», dice un personaje que ha permutado la militancia en el Partido Comunista por un sitio en el escalafón de la burocracia dorada, «no son nuestros ideas, sino como aplicarlas en un momento histórico diferente». El alfa había sido el Manifiesto del Partido Comunista: tras una larga espera, el omega finalmente se había manifestado en el inspirado liderazgo de Carlos Salinas de Gortari, que había sabido conciliarle con el decálogo neoliberal del Consenso de Washington.




Durante el coma, sus irreverentes (y poco imaginativos, todo hay que decirlo) hijos -¡ah, la juventud!- apodan a Lauro «El Bulto» en obvia y grosera referencia a su inamovilidad física. Tras su resurrección, empero, la pertinencia del mote resulta moralmente refrendada. Lauro aún sueña con la caída de Francisco Franco, el contagio del ejemplo de Cuba en el resto de América Latina, la multiplicación de Vietnam y, en fin, la victoria dialéctica del reino de la libertad sobre el reino de la necesidad. El Bulto ya no tiene cabida en el mundo de 1991: para no dejar duda alguna sobre su absoluto e irremediable anacronismo, Retes no sólo le retrata como un comunista trasnochado, sino que adjudica al personaje los prejuicios sexuales de un jesuita anclado en la Contrarreforma y el machismo del más cerril charro negro.

Solamente una vez que Lauro accede a contemporizar con la nueva realidad, las promesas del mundo en que ha despertado le son generosamente concedidas: un empleo (la ingenuidad ideológica del México de 1991 suponía que todo aquel que quisiera trabajar dentro de la economía formal, podía hacerlo... aunque hubiese estado en coma veinte años), una joven y entusiasta amante (¡revolución sexual, benditos sean los frutos de tus vientres!), el reconocimiento profesional de sus antiguos colegas periodistas, y la aceptación de los hijos a quienes no vio crecer. El Bulto incluso pide disculpas al cuñado burócrata por haberle acusado (¡oh, zafiedad imperdonable!) de complicidad con quienes, a punta de golpes, le habían obsequiado dos décadas de coma. Para (sobre)vivir en 1991, El Bulto sabiamente interioriza el consejo con el que le instruye Sonia, su hija: «Ya no se puede ser tan radical, papá».

Llegados a este punto, parecería que he defraudado cínicamente el propósito que había declarado cuando comencé a escribir estas líneas. No es así. Sucede que nuestras historias -pequeñas, frágiles, anónimas- se entretejen con la Historia grande, esa que se enuncia con mayúscula, cuyo estudio -hasta hace relativamente poco tiempo- ocupaba un lugar respetable entre las facultades universitarias. Así que mi vida estaba entretejida en el curso de los acontecimientos a los que antes me he referido: en 1991, yo era un adolescente que, como el cochinito bueno de la canción de Cri-Cri, hacía cuanto estaba en su mano para ayudar a su pobre mamá a lidiar con un divorcio encarnizado, el machismo inveterado que le negaba el acceso al empleo y los despiadados ajustes macroeconómicos que, según se nos decía en aquellos años, colocarían al país en que nací en el mismísimo umbral del Primer Mundo merced a su cuidadosa observancia de la ortodoxia neoliberal. 1991 fue también el año en que me hice comunista

Mi conversión tuvo lugar una soleada mañana de viernes en la que me sentía desmesuradamente feliz. La liberación del yugo opresor de mi padre hacía sencillamente deliciosa la estrechez económica bajo el techo de mi madre. ¿Quién necesitaba dinero, cuando bastaban los dos pies para llegar hasta donde el cuerpo aguantara? Bastaba un par de buenos zapatos para que la Ciudad de México me entregara sus secretos a la usanza de los poetas malditos: en cada esquina era libre de elegir un camino, y cada camino era un universo que se desplegaba a mi voluntad. No obstante, aquella mañana mi madre me había obsequiado con un pequeño capital, destinado exclusivamente a mi diversión. Por la tarde, terminando las clases, mis amigos me iniciarían en el paraíso de las discotecas con su horizonte inabarcable de música pop, movimiento emancipador y chicas guapas. Yo era consciente de que no podría repetir la experiencia en mucho tiempo -los chicos pagaban la entrada, las chicas no-, pero confiaba en que la fortuna me sería favorable. Sólo necesitaba una oportunidad. La tardeada (nombre abreviado que recibía la franja horaria diurna que las discotecas destinaban a los menores de edad) se presentaba a mi fantasía con el rostro borroso de una compañera -desde entonces la imaginaba única e irrepetible- con la que compartiría la dicha de mi recientemente descubierta libertad de flâneur. Como todo rito de iniciación, mi primera tardeada venía recubierta de la emoción contenida del misterio y la impaciencia del tránsito a la madurez.

Aquella mañana, mientras caminaba con mis amigos hacia el colegio, nuestra conversación giraba -evidentemente- en torno a la tardeada. Visiones: según el modo y preferencia, cada uno ligaría a sus anchas. Estrategias: cómo abordar a una chica si estaba acompañada por un grupo de amigas. Bravatas: cómo abordar a una chica si estaba acompañada por su novio. Entonces se me acercó aquel hombre. Pequeño, arrugado, maloliente. Con sus sandalias polvorientas y su traje de manta parecía un personaje extraído de algún dibujo escolar sobre la batalla del Cinco de Mayo. Aquel hombre, sin embargo, no plantaba cara a los franceses. Tenía el rostro surcado por esas peculiares manchas que dejan las lágrimas enjugadas con dedos sucios. Me mostró un billete de autobús:

- Joven, esto es lo que me costó llegar hasta acá. Quiero regresarme a mi pueblo. Cuesta lo mismo que dice aquí. ¿Me ayuda a comprar el boleto de regreso, por favor?

Ironía pura del destino, o declaración de la maestría de Dios (que Borges responda, por favor): lo cierto es que aquel hombre necesitaba, para regresar a su pueblo, exactamente la misma cantidad de dinero que costaba una entrada para la tardeada. De un lado, la musa (abstracta, pero musa al fin) que habría de hacer pleno el gozo de mi libertad. Del otro, un indígena desconocido con cabellos grises. En dieciséis años, jamás había puesto un pie en una discoteca porque mi padre no me lo permitía. ¿Quién hubiese podido reprocharme en caso de haber continuado mi camino, prestando oídos sordos a la súplica de aquel hombre? Sin embargo, era incapaz de moverme. Me quedé ahí, mirándolo, mientras manoseaba los billetes ocultos en mis bolsillos. Mis amigos se habían adelantado unos metros y, percibiendo mi indecisión, me miraban desconcertados. "Vámonos", me dijo quedamente uno de ellos. Yo ya no pensaba en la musa. Sólo podía ver el rostro de aquel hombre: lo imaginaba de pie, en el asfalto, un día tras otro, lo mismo bajo el sol que bajo el granizo. Imaginaba sus noches a la intemperie, eternamente temeroso de esa maldad que anida en la ciudad y ansía cebarse precisamente en los más débiles.

- Es  que vine a buscar chamba, joven, porque en mi tierra la cosa está muy difícil -balbuceaba mi interlocutor, con la mirada perdida en algún punto entre la vergüenza y el miedo- y, nomás llegué, me robaron la maleta con mis cosas y mi dinero... y nadie me da trabajo... y 'ora tengo que pedir limosna para comer...

No, aquello no podía ser. No podía permitirlo. Mi musa tendría que esperar... Le di a aquel hombre el dinero que mi madre me había obsequiado para que fuese iniciado en el paraíso de las discotecas.

Mis amigos se indignaron ante mi gesto. Desde su punto de vista, aquello había sido un desperdicio estúpido y una desconsideración mayúscula. Todo estaba planeado: comeríamos en la mesa familiar de uno de ellos, pernoctaríamos en la casa de otro. Incluso alguno había conseguido que su padre -o algún otro allegado- le prestara el automóvil en el que nos transportaríamos. A los amigos no se les deja plantados así: cualquier adolescente lo sabe. Tras un amargo intercambio de reproches, fui abandonado al término de la jornada. Mis frustrados compañeros de juerga, he de reconocerlo, me perdonaron rápidamente y me instaron a unirme a ellos en la parte gratuita del programa vespertino, pero con toda franqueza había perdido mi interés por el jolgorio. En cambio, una poderosa intuición me atraía hacia los estantes de la biblioteca escolar, donde me esperaba un libro cuya existencia había oído mencionar, pero que estaba prohibido en casa de mi padre: el Manifiesto del Partido Comunista. En la limitada (y conservadora) visión de mi padre, aquel texto era poco menos que un breviario para gandules, una excusa violenta para que, quienes no querían trabajar, arrebatasen a quienes sí lo hacían los medios para vivir. No obstante, yo sabía que mi madre ponía todo su empeño en encontrar un empleo y, sin embargo, nadie por aquel entonces parecía dispuesto a contratar sus servicios. El desempleo de mi madre obedecía en buena medida al machismo imperante entre sus potenciales empleadores, pero mi intuición me indicaba que igualmente hundía sus raíces en otras causas. Los noticieros insistían en que México se había vuelto rico, pero mi familia empobrecía a pasos agigantados ¿En qué se diferenciaba la situación de mi madre con la de aquel hombre que me había pedido ayuda, salvo en que las circunstancias de este último eran más desesperadas que las de mi familia?

Así que fui a la biblioteca, y leí el libro prohibido. Dos veces. La cabeza invencible de aquel alemán -parafraseando a Silvio Rodríguez, aunque ignoro si la frase realmente alude a Marx y, para serles sincero, tampoco me importa mucho- había sabido expresar mis propias ansias de emancipación. Aquel libro hablaba sobre mi madre, sobre el triste campesino que deseaba volver a su pueblo, sobre mí e incluso sobre mis amigos que, en aquel momento, habrán estado ligando: 


«La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario. Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales y no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo de una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación.»

Aquellas palabras me enardecían, me inspiraban, me llenaban de una energía que nunca antes había conocido. Salí de la biblioteca convertido en comunista. Los tiempos, empero, no eran favorables a mi nuevo credo ideológico. En diciembre de 1991, justamente, Mikhail Gorbachov renunció a la presidencia de la Unión Soviética un par de semanas después de que Rusia, Ucrania y Bielorrusia hubiesen acordado la creación de la Comunidad de Estados Independientes y la disolución del Estado soviético en el Tratado de Belovezh. Las librerías remataron a precio de saldo toda obra que pudiese relacionarse, así fuera remotamente, con la debacle del proyecto soviético. A precios verdaderamente irrisorios (considerablemente menores al coste de una tardeada), mi biblioteca personal fue poblándose con obras y autores de desecho: Marx, Engels, Lenin, Luxemburgo, Gramsci, el "Che" Guevara. Justo cuando el buque parecía irremediablemente hundido, yo había descubierto que los proletarios del mundo no tenían nada que perder, salvo sus cadenas: tenían, en cambio, un mundo que ganar.

El sobrenombre cayó por su propio peso, de los labios de uno de mis más queridos amigos. En agosto de 1992, acompañados por su padre -un hombre a quien ambos perdimos tiempo atrás, puesto que yo también le amé profundamente- asistimos a la proyección del filme de Retes en alguna sala cinematográfica del norte de la Ciudad de México, ahora desaparecida. Al término de la función, como era previsible, yo me había convertido en El Bulto (aunque, laus Deo, sin prejuicios jesuíticos ni machismo cerrero).


Seguí creciendo y alcancé la madurez bajo el signo de El Bulto. Supongo que habrá quien diga que, en mi búsqueda de la justicia, no siempre he sido coherente en la forma en que he articulado los principios políticos que han sostenido mis distintas concepciones sobre esta virtud social. Quizás tengan razón: toda búsqueda implica ensayos y mudanzas. No obstante, las raíces permanecen. Mi condición de Bulto siempre se remontará a las preguntas inscritas en el injusto dolor de un hombre desamparado y perdido en la inmensidad de una ciudad despiadada (¿por qué no había sido capaz de procurarse el sustento en su lugar de origen? ¿cómo fue que la carencia le había arrojado a la situación de desesperación en que le hallé? ¿realmente era dueño de su destino, enteramente responsable de la miseria que le acosaba? ¿su angustia era producto del azar o de la voluntad divina? ¿cómo es que las respuestas dictadas por el saber convencional para explicar su circunstancia resultaban tan sospechosamente favorables a quienes ya disfrutaban de una vida favorecida?), la libertad del flâneur recientemente conquistada, y la lectura apasionante y apasionada de un libro prohibido.


Ahora ya no soy El Bulto. O, mejor dicho, ya no lo soy enteramente, y tampoco como lo fui antaño. El idealismo frustrado de mi juventud cuajó en la amargura de mi edad madura. «Un hombre», escribe Borges, «se confunde, gradualmente con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circustancias». Hoy soy en parte El Bulto, y en parte soy un inmigrante que tiene que ocuparse de asuntos prácticos: asimilar rápidamente las reglas del performance social del lugar en que me toque hospedarme, hacer funcionar las burocracias de tres distintos Estados, conservar (y, de ser posible, mejorar) el precario estatus migratorio que le ha sido concedido a mi familia. En parte soy también el padre de Mariana: quien, a la par que su madre, tiene que pagar el alquiler de su habitación, las facturas del médico, sus ropas, sus juguetes...


Mientras mi pensamiento divaga en estas ineludibles mezquindades cotidianas, me viene a la memoria la misión Voyager, integrada por esas dos naves espaciales que, desde 1977, surcan el universo como vehículos de la (¿demasiado humana?) aspiración de comunicar la existencia de nuestra especie a cualquier inteligencia que pueda existir fuera del Sistema Solar. Como es sabido, las naves Voyager van equipadas con un conjunto de materiales audiovisuales que dan cuenta de la forma en que los humanos pensamos, sentimos, entendemos el universo y nos percibimos a nosotros mismos. Entre las piezas de música incluidas en el Voyager's Golden Disc, figura una sencilla y portentosa creación de J. S. Bach: el Preludio y Fuga en Do, Libro 2, Número 1, de Das Wohltemperierte Clavier (BWV 870), en la inigualable interpretación de Glenn Gould.





Quisiera que Mariana, cuando mire muy adentro en las profundidades de mis pupilas, vea la sombra de El Bulto como un extraterrestre escucharía esta breve pieza musical: algo muy lejano, pero no por ello menos digno de consideración. El Bulto es, sin duda, apenas un fantasma, pero un fantasma sigue siendo algo más que nada.


Quisiera que Mariana hubiese conocido al loquito que, metido en la boca del lobo de la Escuela Libre de Derechas (perdón, quise decir Derecho) donde recibió su primera formación profesional, intentaba socavar -con escasos recursos retóricos, es preciso reconocerlo, salvo una intuición elemental de justicia- el argumento del profesor de Economía que afirmaba el derecho del propietario de unos mastines a proveer con leche a sus bestias, aunque en el mundo hubiese personas muriendo de hambre. El único que, en un debate entre los compañeros de la primera generación con la que compartió las aulas universitarias, tomó la voz en contra de la expoliación de recursos naturales perpetrada por las empresas trasnacionales. Quisiera que hubiese conocido al joven abogado que vivía con muy poco dinero, y repartía su salario con quienquiera que lo necesitase. El que pasaba noches en vela, intentando convencer a quienes tenían en sus manos tomar decisiones importantes para que no permitiesen una militarización de la seguridad pública. El que se tomaba terriblemente en serio la libertad sindical. Quisiera que cuando Mariana se asome a las pupilas del cansado profesor inmigrante, agobiado por la precariedad, pueda ver más allá del presente: en partes iguales a mi pasado y a su futuro. Porque tu viejo fue alguna vez El Bulto, mi niña: la síntesis de un Preludio y una Fuga que, al final, perdieron su rumbo entre las aguas heladas del cálculo egoísta. Pero el profesor inmigrante, a fin de cuentas, es un avatar de El Bulto, y quiere para ti un mundo donde los hombres y las mujeres no sean orillados a sucumbir a  un mercado y una ciudad sin corazón. El Bulto permanece y, desde su anacronismo marginal, avista los nuevos días: tus días, Mariana, aquellos que -otro artículo de fe, puesto que eso quiero creer- habrás de vivir en amor y libertad.


En la epifanía de tu rostro, Mariana, se resuelven todas mis utopías.