viernes, 24 de septiembre de 2010

Crudo Bicentenario

Toca abordar el tema mexicano una vez más: la semana pasada finalmente llegaron a su clímax los faraónicos festejos del Bicentenario de la Independencia. El saldo: según los datos provistos por el propio Gobierno Federal, 700 millones de pesos (aproximadamente 41,391,013 de euros) fueron alegremente invertidos en banderitas, vestimentas típicas, carros alegóricos, artistas, juegos pirotécnicos, iluminación callejera y demás parafernalia festiva, que generosamente fructificaron en 518 toneladas de basura (sólo en la Ciudad de México). La magnitud del dispendio es apreciable comparando algunas cifras:  tal como hace notar el sitio web significativamente titulado El Aguafiestas del Bicentenario (según el cual el gasto en las fiestas del Bicentenario alcanzó la astronómica cifra de 2,971,600,000 pesos), el dinero destinado al Fideicomiso Bicentenario hubiese bastado para cubrir algunos de los recortes presupuestales más significativos en el presente ejercicio fiscal: por ejemplo, 812 millones de pesos en materia de ciencia y tecnología, o 450 millones de pesos para la alfabetización de los adultos. Del mismo modo, esos recursos pudieron emplearse para cubrir algunas deficiencias seculares del Estado social mexicano: apenas 250 millones de pesos fueron destinados al Fondo de Apoyo a Grupos Vulnerables. El Bicentenario ciertamente sabe a novela de realismo mágico, pero sin magia: sólo un recuento de derroche absurdo. Si a ello sumamos la situación de violencia e inseguridad que vive el país, no debe extrañarnos que el tradicional "Grito de Dolores" (ceremonia que conmemora el inicio de la lucha independentista) haya sido sustituido con un grito de dolor... a secas.


Dejando a un lado la sorprendente capacidad de autocrítica (o absoluta ausencia de comprensión del discurso) del Gobierno de la Ciudad de México, que ha puesto su sello en este vídeo sin considerar que temas como la gestión de la basura o la seguridad en las instalaciones del metro entran en su propia órbita de competencias, quizás valiera la pena atender a la iracunda voz de Perla no tanto para echar en cara al mal gobierno lo que es evidente, sino para reflexionar sobre lo que significa ser soberano o, dicho en otro términos, formar parte activa del demos y así ejercer nuestra cuota de libertad republicana. Los festejos del Bicentenario simplemente han perpetuado el legado del nacionalismo revolucionario (otra prueba del fracaso de la triste transición panista), pero la indignación que han despertado igualmente anuncia el agotamiento de la ideología que cimentó al Estado mexicano durante gran parte del siglo XX. Es cierto que aún abundan los mexicanos inclinados a la borrachera del dieciséis de septiembre (máxime cuando viene aderezada con efluvios de Bicentenario); a los gestos marciales ante la bandera o al llanto porque no tengo trono ni reina, pero sigo siendo el Rey. También lo es que son muy pocos los dispuestos a participar en las agrupaciones vecinales de su comunidad o, sin ir más lejos, a cumplir con el deber ciudadano de votar cada vez que se celebran elecciones. No obstante, el reclamo de Perla nos hace ver que las cosas han comenzado a cambiar...

Si nos tomamos en serio el grito de Perla, habremos de reconocer que el lenguaje nacionalista de singularidad, unicidad y homogeneidad ya nada puede ofrecer al pueblo mexicano. Ahora más que nunca es indispensable recuperar –o, mejor dicho, recrear- las voces del patriotismo. Históricamente, la tradición patriótica ha proclamado que, para sobrevivir y prosperar, la libertad política necesita virtud cívica, esto es, ciudadanos  capaces de comprometerse con el bien común, dispuestos a defender los derechos de todos y de cada uno. Ciudadanos menos interesados en sus propios asuntos y más entregados, en cambio, al amor –no exagero en el empleo de este término- que exigen las instituciones democráticas.

El redescubrimiento de la patria indudablemente se expresa mejor en el lenguaje de las emociones y la pasión: cariño a los lugares plenos de recuerdos y esperanzas, querencia de las personas que consideramos cercanas a nuestro proyecto de vida. Amor a la libertad que preserva la dignidad de unos y otras. Amor, en fin, a las instituciones democráticas, pero no en un sentido abstracto, sino a aquéllas que han sido construidas en un contexto histórico concreto y que están ligadas a nuestra cultura, a nuestro entorno particular. Y, no obstante, pese a que se trata de un amor concreto y particular, dado su objeto –la libertad y las instituciones que la hacen posible-, desapegado de la necesidad de homogeneidad cultural, social, religiosa, lingüística o étnica que ordinariamente reivindican los nacionalismos. En suma, un amor particular, pero no exclusivo: el amor a la libertad común de nuestro pueblo fácilmente trasciende las fronteras nacionales y se transforma en solidaridad, en repudio a cualquier forma de opresión.

El vetusto nacionalismo sólo nos ha podido ofrecer un crudo bicentenario, deshonrado con cuotas insultantes de desigualdad. Quien pretenda amar a México haría bien en despojarse del velo nacionalista que conduce al engreimiento necio por su “originalidad” (aquel como México no hay dos que tantos descalabros trae aparejados) para, en cambio, fijar sus miras en lo mejor de su historia, en aquellos momentos brillantes en que ha aportado lo mejor de sí en la construcción de un mundo más justo y libre. Así, armado con el cristal de aumento del patriotismo podría admirar con otros ojos aquel acto inaugural del Congreso de Chilpancingo –celebrado el 14 de septiembre de 1813-, en que don José María Morelos y Pavón leyó ante la concurrencia el famoso documento conocido con el nombre de Sentimientos de la Nación, cuyo numeral duodécimo establece lo siguiente:


Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto.

Desde una perspectiva patriótica, la promesa de igual libertad formulada por Morelos es la única grandeza que legítimamente podría reivindicar la República Mexicana. No obstante, dos siglos después de consumada la independencia, debemos reconocer avergonzados que no hemos conseguido “moderar la opulencia y la indigencia”, ni “aumentar el jornal del pobre”. El patriotismo mexicano, en efecto, no tiene más remedio que partir de una realidad incontestable: en México, la república –o la libertad común, de todos y para todos- aún no se ha instaurado plenamente. Quienes, como Perla, cuestionaron el festejo del Bicentenario tenían razón: no hay, al día de hoy, motivos para festejar una libertad republicana inexistente. Sin embargo, esto no significa que todo esté perdido: para quienes verdaderamente amen a México, la indignación siempre puede dar paso a la acción liberadora.

martes, 7 de septiembre de 2010

Política Descafeinada

Han pasado más de dos meses desde la última vez que apunté algo en el blog. Tras un verano que, por razones personales (en los próximos meses me veré obligado a abandonar España y mudarme a Canadá) y culturales (el verano español es poco propicio para emprender cualquier tipo de esfuerzo, sea éste físico o mental) he pasado sumergido en absoluta indigencia intelectual, finalmente he sacudido las telarañas que cubrían mis neuronas y heme aquí de vuelta, con ojos como platos ante los torcidos derroteros por los que se han despeñado las libertades públicas en el Viejo Continente.

El escándalo reviste con oropeles de novedad el suceso viejo que me dispongo a comentar en las siguientes líneas. El pasado 26 de abril, el Consejo de la Unión Europea reunido en Luxemburgo aprobó el Documento 8570/10, titulado «Proyecto de Conclusiones del Consejo sobre la Utilización de un Instrumento Estandarizado, Multidimensional y Semiestructurado de Recogida de Datos e Información Relativos a los Procesos de Radicalización en la UE». La iniciativa forma parte de la estrategia de prevención del terrorismo en Europa. Sin embargo, el documento no restringe la vigilancia policial a los supuestos de presunta actividad terrorista, sino que la extiende sobre cualquier individuo o grupo sospechoso de haberse radicalizado. Conforme a dicho texto, la Unión Europea (UE) dará seguimiento a los «procesos de radicalización» mediante la vigilancia de «agentes» que mantienen «actitudes radicales» y que, consecuentemente (o, mejor dicho, según suponen quienes le redactaron), contribuyen a la radicalización de otras personas. Tales actitudes son definidas como posturas de «extrema izquierda o derecha, nacionalistas, religiosas o antiglobalización».

Previamente, en marzo de este año fue acordado el documento 7984/10, cuyo objetivo consiste en recomendar el almacenamiento de «datos sobre la radicalización violenta». Este documento clasificado fue recientemente publicado por la ONG Statewatch. En términos similares al 8570/10, propone la vigilancia de los radicales «violentos». La naturaleza jurídica de ambos documentos resulta sumamente opaca, ya que su carácter es sólo orientativo. No son directivas que los Estados miembros de la UE tengan que poner en práctica obligatoriamente. Como meras propuestas, tampoco están sometidos al debate y a la aprobación del Parlamento Europeo, con los correspondientes controles jurídicos y políticos que vinculan al proceso legislativo.

El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia define la voz radical, en primerísimo término, como un adjetivo que indica aquéllo «perteneciente o relativo a la raíz». En términos políticos, por tanto, radical es todo aquel que: 1) pretende transformar las estructuras sociales o políticas vigentes desde sus propios fundamentos; y 2) aspira a realizar los principios que inspiran su visión de la comunidad política hasta sus últimas consecuencias. Históricamente, el radicalismo ha encontrado expresión en una tradición de pensamiento político que recoge nombres tan relevantes como los de Thomas Paine, Mary Wollstonecraft, Jeremy Bentham y James Mill en el ámbito angloamericano; o Alexandre Auguste Ledru-Rollin y Louis Blanc entre los francófonos. Grosso modo, bajo la bandera radical se han agrupado quienes comparten convicciones republicanas con fuerte impronta democrática y que, consecuentemente, abogan por la liberación del individuo de cualesquiera formas injustas de dominación a la par que promueven su efectiva participación en las decisiones colectivas, por ejemplo, mediante el sufragio universal, la libertad de prensa y los derechos de reunión y asociación.

Resulta significativo que, en los tiempos que corren, ni los radicales ni la radicalización tengan cabida en Europa. Habrá que andarse con cuidado si, pongamos por ejemplo (un planteamiento meramente hipotético, por supuesto... no quisiera que me tachen de radical), en un momento de despiste se nos ocurre opinar en voz alta que quizás las cosas le irían mejor a España bajo una constitución republicana y federal; o que la política de inmigración instrumentada por el gobierno de Nicolas Sarkozy puede indistintamente calificarse como racista, xenófoba e incluso violatoria de las normas fundamentales que rigen la Unión Europea; o que el historial judicial de Silvio Berlusconi (aunque ud. no lo crea, es posible disponer con cierto detalle de esta información en Wikipedia) parece más digno de un jefe de la mafia que del Primer Ministro de Italia. Tales ideas disolventes sin duda promueven la radicalización de otras personas y, en este tenor, pueden motivar una justificada suspicacia policial en este lado del Atlántico. Bajo la sombra de los documentos 7984/10 y 8570/10, la política sólo podrá tomarse descafeinada... para protección de su salud y su seguridad, por supuesto, querido(a) lector(a): por el momento (y hasta nuevo aviso), las autoridades europeas le preservarán de las radicales (y peligrosas) utopías.