martes, 29 de junio de 2010

El Teatro del Mundo: La Piedra Viviente

Catedral de Santiago de Compostela, Porta Santa (Detalle)


¡Quién tuviera el don de ablandar la piedra fría, y obsequiarle así espíritu, aliento y mirada milenaria!

miércoles, 23 de junio de 2010

Nacionalismo (Futbolístico) sin Patriotismo

Entre los titulares de la edición digital del diario mexicano El Universal  del día de hoy destaca uno que me ha llamado poderosamente la atención: el cronista deportivo José Ramón Fernández declara que no es un «traidor a la patria» (sic) por haber aventurado pronósticos pesimistas respecto al desempeño de la selección mexicana en el Mundial de Fútbol disputado en Sudáfrica. Fernández advirtió que el público le percibe como un «antipatriota» privado de amor por México y argumentó que, pese a su postura crítica respecto al desempeño del equipo que ostenta la representación nacional, es tan «mexicano como todos».

El Universal no se ha conformado con divulgar el manifiesto patriótico de Fernández: en cambio, ha convocado una auténtica provocatio ad populum (bajo la modalidad contemporánea de un foro en línea) con el propósito de explorar las penumbras extranjerizantes del alma del locutor y así establecer la autenticidad de su adhesión a las esencias de la mexicanidad. «¿Joserra es un antipatriota, o sólo dice a verdad?», pregunta con encomiable objetividad inquisitorial (perdón... quise decir periodística) El Universal a sus lectores. Por supuesto, eclipsada la manía de conquista suscitada por la victoria de la selección mexicana frente al conjunto francés tras la derrota del día de ayer, la mayoría de las respuestas incursiona en la lamentación que se escabulle de la primera persona del plural («la verdad duele, la selección está en manos de una mafia, Aguirre es una vergüenza»... ¡cuán efímeros son los goces del ganamos!), pero también hay quienes sin rubor alguno arrojaron sobre Fernández la infamante acusación de malinchismo que, según el Diccionario de la Real Academia, consiste en la «actitud de quien muestra apego a lo extranjero con menosprecio de lo propio» («¡Joserra es un criollo, es un amargado que admira a España, que se largue si no le gusta México!»).

El nacionalismo aderezado con el fútbol (¿o será al vésre?) conduce a peligrosos desatinos. En El Humor de Borges (Lectorum, 2008), Roberto Alifano recoge una conversación con el escritor sobre dicho deporte. «Yo no entiendo cómo se hizo tan popular el fútbol», confiesa Borges, y a continuación enumera las razones de su perplejidad: «[Es] un deporte innoble, agresivo, desagradable y meramente comercial, que interesa menos como deporte que como generador de fanatismo». En este mismo tenor, Borges apostilla con relación a sus implicaciones políticas: «El fútbol despierta las peores pasiones. Despierta sobre todo lo que es peor en estos tiempos, que es el nacionalismo referido al deporte, porque la gente cree que va a ver un deporte, pero no es así».

¿Qué es, entonces, lo que el fútbol ofrece a su público masivo? Aunque la reflexión de Borges trasciende fronteras y banderas, más de siete décadas de nacionalismo revolucionario en México (asumidas cómodamente por todos los partidos políticos mayoritarios, que reivindican el amor a la nación como coartada perfecta para toda suerte de chanchullos y atropellos) han constituido en una virtud la expresión agresiva y autocomplaciente de esa abstracción llamada mexicanidad. El fútbol simplemente presta el escenario para representar ritualmente la identidad nacional. Soy Mexicano: ergo, mi destino glorioso se juega en los terrenos de la CONCACAF o el Mundial. Desde que tengo uso de memoria, cada campeonato internacional de fútbol ha servido para revestir con falso orgullo la incertidumbre ubicua: durante escasos días, el sentimiento triunfalista opaca las realidades de la frágil economía, la democracia deficiente o las desigualdades sociales irresolutas. Cada partido jugado por la selección reinventa el contrato social, y constituye a quienes pintan su rostro con fervor trigarante (o, como se diría en los días que corren, en que la televisión es sólido reemplazo de la historia, tricolor) en  ciudadanos perfectos cuya conciencia cívica, paradójicamente, ha alcanzado la sabiduría cosmopolita de la cosmética (desfilan ante mi malinchista memoria los hinchas de Holanda con el rostro pintado en tonos anaranjados, los brasileños con las mejillas coloreadas en verde y amarillo, los ingleses con la cruz de San Jorge estampada en la frente... y así sucesivamente).

Si cuestiono el nacionalismo es porque necesariamente se nutre del espíritu de rivalidad, el egoísmo y el afán de dominio. Al igual que George Orwell, entiendo por nacionalismo, primero, «el hábito de asumir que los seres humanos pueden ser clasificados como insectos y que bloques enteros de millones o decenas de millones de personas pueden ser etiquetados confiadamente como "buenos" o "malos"» y, segundo (lo que es más grave aún), «el hábito de identificarse a uno mismo con una sola nación o unidad similar, colocándole más allá del bien y del mal y no reconociendo otro deber que promover sus intereses» («Notes on Nationalism», Polemic: A Magazine of Philosophy, Psychology & Aesthetics, Núm. 1, Octubre de 1945). Dicho brevemente: el nacionalismo es el amor, sin contrastes ni fisuras, por la cultura propia. Por consiguiente, el discurso nacionalista tenderá a excluir de la Nación a quienes no compartan nuestras condiciones geográficas, nuestra historia, nuestro lenguaje y nuestras costumbres. Los nacionalistas sólo son leales a sí mismos: ¡desdichados quienes no sean aceptados dentro de las difusas lindes de la Nación!

Soy consciente de los riesgos que asumo, entonces, al manifestar mi solidaridad con el denostado Joserra e incluso, en el colmo del malinchismo traidor, calificar al equipo tricolor como un placebo mercadotécnico para patriotas de pacotilla dispuestos a encuadrarse en el molde único del imperativo grito de gol o su opuesto, el gesto y la canción revanchistas. Podrá parecer increíble, pero el amor a la patria no nació con Pique en el Mundial de 1986, y ni siquiera (¡ay, hereje, dilo de una vez!) fue inventado por los próceres mexicanos ubicuos en los discursos públicos y las lecciones escolares de civismo: Hidalgo, Morelos, Juárez, Zaragoza o Zapata.

Ya en las Disputaciones Tusculanas, el jurista romano Marco Tulio Cicerón (106 a. C. - 43 a. C.) relaciona la patria con la lucha por las leyes y por la libertad civil (IV, 43). En la tradición del republicanismo clásico, por tanto, el amor a la patria es aquel afecto que inspira a los ciudadanos a servir al bien común. Sobre esta base, varios siglos después Niccolò Machiavelli (1469-1527) cimentaría idealmente la virtud cívica en el amor a la libertad pública y las leyes que la protegen. Para Machiavelli, el amor a la patria entraña el apego a la vida en libertad (vivire libero), que nos faculta para perseguir nuestros propios fines sin que nuestros derechos sean infringidos o nuestros proyectos legítimos obstaculizados por individuos poderosos y arrogantes. La patria merece nuestro amor en tanto nos permite «gozar de los bienes sin temor, no dudar del honor de la esposa [o esposo, habremos de añadir nosotros... qué se le va a hacer, eran otros tiempos] o de los hijos, o no temer por nosotros mismos» (Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, I, 16). Patria y libertad, en suma, son para Machiavelli una y la misma cosa, absolutamente ajena a la homogeneidad cultural o linguística (y, por supuesto, a las selecciones de fútbol).

El pueblo romano, sostiene Machiavelli, constituye un ejemplo para la posteridad porque fue virtuoso y civilizado. Según Machiavelli, los romanos amaban tanto su libertad que no permitieron que les fuera arrebatada por persona alguna, pero en igual medida cumplían voluntariamente las leyes que eran condición de aquélla, y obedecían a los magistrados encargados de aplicarlas (Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, I, 58). Del mismo modo, odiaban la servidumbre pero, mientras vivieron bajo el régimen republicano, no tuvieron ningún deseo de oprimir o avasallar a otros pueblos. Tales son los límites del patriotismo: Machiavelli considera que nuestro deber hacia la patria termina en cuanto la libertad que le dota de sentido es traicionada. Así, apunta en la Istorie Fiorentine las siguientes palabras, que atribuye Rinaldo degli Albizzi, enemigo acérrimo de Cósimo de Médicis:


«Me importará siempre bien poco el vivir en una ciudad donde las leyes tienen menos fuerza que los hombres. Sólo es apetecible una patria en la que uno pueda disfrutar tranquilamente con sus bienes y con sus amigos, no aquélla donde los bienes te pueden ser arrebatados sin dificultad y donde los amigos, por miedo de su propio mal, te abandonan cuando más los necesitas» (IV, 33).

¿En México, tienen las leyes más fuerza que la voluntad de los poderosos? ¿La justicia repara las afrentas sufridas por los humildes? ¿Es posible disfrutar, en libertad y sin temor alguno, la compañía de quienes amamos? Por otra parte, si estas condiciones de la vita libera son ajenas al espacio público, ¿qué sentido tienen las reivindicaciones agonísticas de la mexicanidad manifestadas en el apoyo fanático a la selección nacional, las lágrimas ostentosamente derramadas al son de los mariachis o la degustación de chiles en nogada el 16 de septiembre?

Sueño con el día en que la devoción a México trascienda las formas pueriles y ególatras del nacionalismo que exclusivamente aspira al engrandecimiento de un colectivo congregado en torno a la etnia, el lenguaje o el pasado histórico. Quizás algún día aprendamos a vivir bajo el patriotismo que rechaza el parroquialismo de la unicidad etnocultural para, en cambio, reconocer en la libertad de cada ciudadano la condición de la libertad de todos, y en la injusticia cometida contra uno de ellos el llamado a la solidaridad cívica que valerosamente hace frente a cualesquiera tentativas de opresión. Debo admitir, no obstante, que soy bastante pesimista a este respecto. El absurdo debate en torno a la calidad de la  mexicanidad ostentada por Joserra me permite prever que, durante mucho tiempo todavía, México pagará la libertad ausente con la moneda devaluada de la expectativa en que, de vez en cuando, en sus centros retiemble la tierra al sonoro rugido del gol.

lunes, 21 de junio de 2010

Entre José Saramago y Carlos Monsiváis

Tras una noche de absoluto insomnio que, para mi mala fortuna, coincide con el lunes que inaugura el verano (¡empiezo a notar el calor!), confieso que apenas poseo la coordinación indispensable para endulzar mis acostumbradas tazas de té vespertinas. Esta tarde, el ingenio parece absolutamente fuera de mi alcance. Pido disculpas, entonces, por mi total sumisión a la cursilería del lugar común cuando afirmo que, en este mes de junio, la república de las letras se ha vestido doblemente de luto: en una semana y con apenas un día de diferencia, murieron José Saramago y Carlos Monsiváis.

Mi insomnio no es excusa para pasar por alto estas ausencias. Sin embargo, tampoco lo es para redactar una esquela bloguera que no esté a la altura de las circunstancias. Opto, entonces, por una simple expresión de mi duelo personal por aquéllo que he amado en ambos escritores: Saramago, extrañaré tu estilo austero, tu compromiso solidario con los débiles, tu lúcida inquisición sobre los mitos fundacionales de Occidente (aunque L'Osservatore Romano pretenda polemizar con tus cenizas y, cobardemente, ahora que ya no puedes replicar, te tache de populista extremo e ideólogo antirreligioso). Monsiváis, extrañaré tu ironía brillante y tu mirada ácida sobre la sociedad mexicana, aunque igualmente seguiré criticando aquella tendencia tuya a rendirte sin reservas frente a las modas e ídolos coyunturales del parnaso progresista.

Entre Saramago y Monsiváis, mi identidad y mi futuro se tensan hasta prácticamente amenazar con el desgarro. Creo, como Saramago que «en la sociedad actual nos falta filosofía [...] necesitamos el trabajo de pensar» porque «sin ideas, no vamos a ninguna parte» (Otros Cuadernos de Saramago, Junio 18 de 2010). No obstante, también soy consciente de que mi flamante doctorado no entraña necesariamente una posibilidad real de contribuir a la justicia en este mundo, y mucho menos en México. El inconsciente me susurra con esa socarronería típica de Monsiváis: el intelectual latinoamericano up-to-date normalmente está «hastiado de las tenebrosidades y brumas del cubículo, y del tema de tesis explotado hasta la saciedad en congresos donde nadie escucha y todos se promueven», puesto que prefiere en cambio constituirse en «hombre [o mujer, habremos de añadir nosotros] de acción, que acumula conocimientos durante una década con tal de gobernar —en algún nivel— las dos siguientes». Quienes me han precedido en la carrera académica y ahora se han incorporado a la burocracia dorada en cualquiera de los tres poderes no dejarán de reconocer la amarga verdad denunciada por Monsiváis: ante la disyuntiva entre «las muchedumbres elitistas en la cumbre, o la plebe insolente en las calles», las horneadas de doctores (en España nos producen en serie, y por eso nuestros títulos están ligeramente devaluados frente a la auténtica élite procedente de la Ivy League) suelen tener claro que «el problema verdadero de México no es renegociar triunfalmente la deuda externa hasta el fin de los tiempos, ni la inútil existencia de la oposición, ni la sobreabundancia de nacos, sino algo realmente mágico: cada seis años sólo hay un Presidente». La pregunta del millón, entonces, es la siguiente: «¿Cómo es posible esa mezquindad, un solo Presidente si cada año terminan el posgrado cientos de jóvenes intelectuales dignos del cargo, y si en un país del Tercer Mundo, un puesto inferior a Presidente, es un nombramiento devaluado?» ("Para un cuadro de costumbres: De cultura y vida cotidiana en los ochentas", Cuadernos Políticos, número 57, México, mayo-agosto de 1989).

Me niego a convertirme en sujeto de las sátiras de Monsiváis. Dondequiera que me lleve la vida, y en un ejercicio de testaruda ingenuidad quizás inexcusable en los días que corren (la crisis suele ensañarse en primer término con la investigación en el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades), elijo quedarme con la Universidad: con el pensamiento sosegado, con la docencia, con las ponencias y los artículos que, con toda probabilidad, muy pocos leerán. A pesar de sus intrigas cortesanas, me quedo con la Universidad porque, como apuntara Saramago, hoy más que nunca necesitamos la filosofía como espacio, lugar y método de reflexión. Y también porque es posible hacer filosofía (¡o, mejor aún, hacer Universidad!) bajo el severo imperativo ético definido por el propio escritor luso: «Las miserias del mundo están ahí, y sólo hay dos modos de reaccionar ante ellas: o entender que uno no tiene la culpa y por tanto encogerse de hombros y decir que no está en sus manos remediarlo —y esto es cierto—, o bien asumir que, aun cuando no está en nuestras manos resolverlo, hay que comportarnos como si así lo fuera» (Otros Cuadernos de Saramago, Junio 15 de 2010). Con toda buena fe estoy convencido de que esa actitud es, justamente, el combustible que requiere la construcción efectiva de la utopía aún bajo el imperio del capitalismo tardío.


José Saramago y Carlos Monsiváis (Acteal, México, marzo de 1998). Fotografía publicada en La Jornada en su edición del domingo 20 de junio de 2010.


jueves, 17 de junio de 2010

Si yo fuera un mandamás

Consumatum est.

En España, el gobierno ha abaratado el despido mediante decreto (aunque aún es preciso esperar al resultado del trámite parlamentario correspondiente para su convalidación definitiva). España, se dice, necesita una reforma que flexibilice el mercado laboral. Por alguna ignota razón, el debate se ha centrado en torno al coste del despido. Claro que, en un país donde el número de parados supera los cuatro millones, parece difícil convencer al público de que la escasez de empleo obedece primordialmente al hecho del elevado coste y dificultad del despido. Ya lo ven: cosas raras que le cruzan a uno por la loca cabecita.

Mientras tanto, al otro lado del Atlántico, en México, Felipe Calderón finalmente ha explicado al público las razones de la política adoptada por su administración en materia de narcotráfico. El viernes 11 de junio, México vivió uno de los días más violentos del actual sexenio: 77 muertes relacionadas con el crimen organizado. El lunes 14, dicha cifra fue superada: 96 muertes. El pasado mes de mayo, 1,100 personas perdieron la vida en aras de la -ahora así llamada- lucha por la seguridad pública. Pese al escalofriante goteo de muerte y dolor que indican las cifras (desde que, en diciembre de 2006, Calderón iniciara su cruzada contra el narcotráfico, más de 22,000 personas han muerto de forma violenta en México), el presidente insiste en su retórica bélica: «El enemigo se puede vencer», afirma categórico, «y sé que unidos habremos de derrotarlo».

Los titulares de los periódicos de hoy, empero, atienden en buena medida a las expectativas que las selecciones nacionales de ambos países tienen para posicionarse favorablemente en el Mundial de fútbol. Que si España debe concretar más su juego frente a Honduras y Chile. Que si México está obligado a ganar a Francia. No cabe duda: si yo fuera un mandamás, me encantaría el fútbol (para que lo vieran los demás, de modo que yo pudiera ocuparme libremente de asuntos más interesantes).

¡¡¡Oeeeee-oeeeee-oeeeee!!!

lunes, 14 de junio de 2010

Docencia Gamberra

El pasado jueves 10 de junio, Ixtli Martínez, corresponsal en Oaxaca del noticiero radiofónico MVS (cuya primera edición conduce Carmen Aristegui) fue agredida con un arma de fuego al cubrir un enfrentamiento estudiantil en la escuela de derecho de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (UABJO), misma que había permanecido ocupada a lo largo de tres semanas por un conjunto de estudiantes que exigía una revisión del plan de estudios. El día apuntado, otro grupo, aparentemente armado, intentó recuperar las instalaciones por la fuerza. Pese a que a la hora en que llegaron los reporteros de MVS al lugar de los hechos el choque entre ambos bandos había pasado su punto más álgido, Martínez se encontró cara a cara con un rufián que, a punto de disparar, se arrepintió de matarla cuando sus miradas se cruzaron. El sujeto bajó entonces el arma, apuntó a la pierna, y la hirió de gravedad en el fémur. El nombre del agresor es Salvador Hernández Bustamente (alias «El Taquero»), quien ya ha sido detenido e identificado como profesor de la aludida escuela de derecho.

Con la que está cayendo en el mundo entero, este suceso parece un mero entremés anecdótico digno de comentarse en la sobremesa y olvidarse después (con la evidente excepción de Ixtli Martínez y sus allegados, que sin duda recordarán aquella mañana durante el resto de sus días). Sin embargo, el hecho de que un profesor universitario (los periódicos mexicanos, en su habitual ignorancia del funcionamiento de la meritocracia docente, le llaman catedrático) se desenvuelva como un porro (o macarra, diríamos en España) empistolado en el campus donde desempeña sus funciones revela en forma particularmente preocupante la descomposición del tejido social en México.

El problema de seguridad ciudadana en México atañe a la articulación entre el poder y el Derecho. El poder, según le definió Thomas Hobbes, consiste en los medios presentes que posee una persona para obtener algún bien manifiesto futuro. A raíz de este carácter abierto hacia el porvenir, el poder es «creciente a medida que avanza; o como el movimiento de los cuerpos pesados, que cuanto más progresan tanto más rápidamente lo hacen» (Leviathan, Parte I, Capítulo X). No debe extrañarnos entonces que en el estado de naturaleza hobbesiano, ante la ausencia de un Derecho que imponga límites a los poderes de toda índole, prive una situación de guerra perpetua. Bellum omnium contra omnes, así describe Hobbes al estado de naturaleza, pre-político y pre-jurídico: no sólo una guerra, sino una guerra de todos contra todos (De Cive, Prefacio). Y no le falta razón. A diferencia de los poderes jurídicos constitucionalmente regulados, los poderes antijurídicos y extrajurídicos siempre han sido y serán tendencialmente absolutos.

El modelo de Estado de Derecho informado por los derechos humanos persigue precisamente atajar la guerra perpetua del estado de naturaleza descrito por Hobbes mediante la tutela de los débiles, como alternativa a la ley del más fuerte que rige o regiría en su ausencia. La protección de los más débiles es la piedra de toque del programa político que subyace a dicho modelo, cuyo principal objetivo reside en la perenne y gradual limitación de lo que Kant denominó, teniendo en mente el paradigma hobbesiano, poderes salvajes. «[M]iramos», escribe Kant en su opúsculo Sobre la Paz Perpetua, «con profundo desprecio el apego de los salvajes a la libertad sin ley, que prefiere la lucha continua a la sumisión a una fuerza legal determinable por ellos mismos, prefiriendo esa actuación a la hermosa libertad de los seres racionales». El prejuicio eurocéntrico inscrito en esta reflexión debe ser obviado para, en cambio, concentrarnos en el fondo del concepto propuesto: al margen del Derecho, la libertad adquiere perfiles feroces que dificultan o impiden cualquier tentativa de convivencia racional.

La incapacidad del actual gobierno mexicano para encontrar, dentro de los márgenes de la racionalidad constitucional, una solución pacífica y creativa a los conflictos sociales derivados del tráfico de drogas (como sería la  gradual legalización de su comercio y consumo, algo que ya he sugerido en alguna que otra entrada de este blog) y la delincuencia que origina ha erosionado los cimientos institucionales del Estado de Derecho hasta extremos que hacen peligrar su misma subsistencia en México. Contrariamente a lo que afirman Felipe Calderón y sus corifeos, el Estado de Derecho no se sostiene únicamente a punta de pistola. Las consecuencias de su proyecto político están a la vista, y a la postre deberán rendir cuentas por ellas: tan sólo entre el 5 y el 11 de junio, fueron asesinadas 271 personas en el país. Salvador Hernández Bustamante es un efecto triste y deforme de esta paulatina  constitución de México en un territorio sin ley, donde la máxima aspiración de las autoridades consiste en emular a Chuck Norris, los gamberros ejercen conjuntamente la docencia y la intimidación, y las universidades son uno más entre los espacios sociales abandonados a la barbarie de los poderes salvajes.

jueves, 10 de junio de 2010

El único partido de fútbol interesante que he visto en mi vida (cortesía de Monty Python)

Duelo de titanes. Alemania vs. Grecia. En cada bando, una alineación de lujo...

Alemania: 

1 LEIBNIZ, 2 I.KANT, 3 HEGEL, 4 SCHOPENHAUER, 5 SCHELLING, 6 BECKENBAUER, 7 JASPERS, 8 SCHLEGEL, 9 WITTGENSTEIN, 10 NIETZSCHE, 11 HEIDEGGER



Grecia:

1 PLATÓN, 2 EPICTETO, 3 ARISTÓTELES, 4 SOFOCLES, 5 EMPÉDOCLES DE AGRIGENTO, 6 PLOTINO, 7 EPICURO, 8 HERÁCLITO, 9 DEMÓCRITO, 10 SÓCRATES, 11 ARQUÍMEDES

Espero que disfruten el partido.

Panem et circenses

Ha llegado la hora. El Mundial está aquí. Ahí dondo poso mi mirada, hay alguien cantando loas a la locura de la Roja. Cuando me asomo a Facebook, igualmente percibo la euforia del otro lado del Atlántico: el Tri jugará el partido inaugural contra Sudáfrica, e incluso el mismísimo presidente cansino, Felipe Calderón, viajará a Johannesburgo para estar presente en este magno acontecimiento. ¡Mé-xi-co!... ¡Es-pa-ña!... ¡Oeeee, oeeeee, oeeeee!

Sudáfrica ha gastado aproximadamente 2,500 millones de euros en la organización del Mundial, con miras a obtener ganancias que se calcula ascenderán hasta 6,100 millones. ¿Veremos justamente distribuida esta riqueza en un país donde la mitad de la población vive bajo la línea de la pobreza, y con una tasa de infección de VIH próxima al 20%? Adivina, adivinador...

Reconozco que mi pregunta es bastante ingenua, y que habrá quien me acuse de aguafiestas. No es agradable recordar el hambre ajena durante un ostentoso festín. A fin de cuentas, la función política del fútbol no consiste en atemperar las cuotas de desigualdad existentes en una sociedad determinada (¡obviamente!... basta con ojear la retahíla de ceros en los salarios de los futbolistas profesionales para constatarlo), sino en crear patrones artificiales de identidad y liberar tensiones sociales mediante formas de violencia ritual controlada.

El pasado 12 de mayo, precisamente, recibí una lección histórica sobre el poder del fútbol. En la mañana, José Luis Rodríguez Zapatero anunció en el Congreso de los Diputados unos recortes al gasto público sin precedentes en la historia de la democracia española. Algunas horas después, escuché gritos, y el clamor de bocinas ascendiendo desde las calles. Lo primero que me cruzó por la mente fue que espontáneamente había estallado una impetuosa protesta popular, y me asomé al balcón con la intención de aplaudir a los manifestantes. Claro que la protesta no fue tal: quienes armaban barullo en realidad festejaban que el Atlético de Madrid se proclamara campeón de la UEFA Europa League. ¿A quién le interesa que las pensiones sean congeladas, cuando se trata de celebrar el triunfo del equipo del pueblo?

Ahora, Zapatero planea aprobar una controvertida reforma laboral el próximo 16 de junio. En esa fecha, casualmente, España juega su primer partido en el Mundial, frente a Suiza. Así es el fútbol, así es el capitalismo... así es el mundo. Juvenal ya alude en sus Sátiras a la costumbre de los emperadores romanos de regalar trigo y entradas para el circo con objeto de mantener al pueblo distraído de los asuntos públicos. Panem et circenses. Por lo visto, no hemos aprendido mucho desde entonces.

lunes, 7 de junio de 2010

El Saldo de los Dos Viajes de Rachel Corrie

A principios del 2003 (esto es, durante la Segunda Intifada), Rachel Corrie, ciudadana estadounidense y activista militante en el International Solidarity Movement (ISM), viajó a la Franja de Gaza, donde intervino en reiteradas ocasiones como escudo humano para evitar que el ejército israelí demoliese viviendas palestinas como parte de su estrategia contrainsurgente. El 16 de marzo de dicho año, Corrie formó parte de un equipo de siete activistas que se enfrentó a un equipo militar de demolición en Rafah, localidad que se encuentra en la frontera de Gaza con Egipto. Un bulldozer blindado finalmente atropelló a la joven y la arrastró a lo largo de varios metros. El conductor argumentó que no la había visto, pese a que portaba un chaleco fluorescente y se colocó, en principio, a quince metros de la máquina mientras sus compañeros alertaban a los operarios sobre su presencia con un megáfono. Corrie murió pocas horas después, en un hospital palestino.

Las autoridades israelíes pidieron disculpas a la embajada de los Estados Unidos. El entonces primer ministro, Ariel Sharon, prometió una investigación transparente del incidente. Sin embargo, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos rechazó la petición de requerir al Estado israelí una investigación independiente, de modo que fue el propio ejército que había perpetrado el atentado contra la vida de Corrie quien condujo las correspondientes pesquisas. Evidentemente, la conclusión a la que llegaron las autoridades israelíes fue que los operarios y soldados involucrados en el suceso no tuvieron responsabilidad alguna en la muerte de Corrie, a la que calificaron como meramente accidental.

En marzo pasado, la coalición de organizaciones de derechos humanos pro-palestina Free Gaza Movement bautizó con el nombre de Rachel Corrie uno de los buques de la llamada Flotilla de la Libertad, en los que viajaban 750 tripulantes de unos 50 países diferentes, los cuales pretendían llevar unas 10,000 toneladas de ayuda humanitaria a la Franja de Gaza, rompiendo así el bloqueo impuesto por Israel al territorio palestino. A bordo del Rachel Corrie viajaban la Nobel de la Paz Mairead Maguire y el ex vicesecretario general de la Organización de Naciones Unidas, Denis Halliday. El 26 de mayo partió desde Irlanda, pero debido a problemas mecánicos, no pudo llegar al punto de encuentro en la fecha acordada: cuando la flotilla fue asaltada por comandos israelíes -incidente en el que fueron brutalmente asesinados nueve activistas que tripulaban el Mavi Marmara- el buque se encontraba navegando a la altura de Malta. Tras reunirse a bordo, los 11 tripulantes, decidieron continuar con el viaje con rumbo a Gaza a pesar de las advertencias de Israel. El Rachel Corrie finalmente fue interceptado y abordado por tropas israelíes en aguas internacionales (donde se permite apostar pero, por lo visto, está prohibido apoyar la causa palestina) a las 12:00 del 5 de junio de 2010, sin que se produjeran otros episodios violentos.

Es alarmante que los comentarios que dejan los amables lectores en las crónicas periodísticas que dan cuenta de estos acontecimientos (quienes siguen este blog, sabrán que continuamente me intereso por tales retazos anónimos y exaltados de la vox populi)  oscilan a menudo entre el antisemitismo y la islamofobia, según el bando que el comentador en cuestión prefiera apoyar. Ninguna de estas posturas es admisible en un espacio público democrático o, cuando menos, medianamente razonable en perspectiva moderna. La discriminación fundada en la forma como las personas rezan o dejan de rezar fue carta corriente en el siglo XVI, pero no debería serlo en el XXI. Hoy en día debería prevalecer el argumento ético adelantado por John Stuart Mill en el célebre On Liberty: «Soy de opinión que otras éticas, distintas de las que se pueden considerar originarias de fuentes exclusivamente cristianas, deben existir al lado de la ética cristiana para producir la regeneración moral de la humanidad; y que el sistema cristiano no es una excepción a la regla de que, en un estado imperfecto del espíritu humano, los intereses de la verdad requieren una diversidad de opiniones» (donde Mill dice cristiana, anote usted, lector o lectora del blog, el calificativo que mejor describa su personal concepción de la virtud).

La actuación del Estado israelí puede -y debe- evaluarse al margen de la religión judía. Aunque Israel haya echado mano en ocasiones de argumentos relacionados con la religión para justificar sus actos (fundamentalmente, al aducir que quien disiente de su política internacional es en el fondo un antisemita), ello no nos autoriza a obrar en los mismos términos si aspiramos a valorar la situación de Oriente Medio conforme a cánones racionales. De hecho, el destino sufrido por Rachel Corrie en sus dos viajes a la franja de Gaza -el primero, íntimo; el segundo, simbólico- requiere una evaluación  secular de las políticas israelíes, que reflejan y proyectan los extremos alcanzados en la persecución del terrorismo auspiciada por diversas potencias occidentales en los últimos años. Quienes pretenden justificar la posición de Israel aducen, por regla general, dos argumentos que ciertamente son ajenos al ámbito religioso (mismos que, curiosamente, afloran también con frecuencia entre quienes respaldan cualquier barbarie en nombre de la lucha antiterrorista): primero, que sus vecinos aspiran a destruirlo desde el momento mismo de su fundación; segundo, que, puesto que se trata de la única democracia en la zona, su defensa es siempre legítima.

Por lo que atañe al primer argumento, cabe preguntar hasta qué punto Israel ha contribuido a alimentar los odios en su contra. Quien realmente pretenda romper del círculo de la violencia, difícilmente puede responder al agravio con agravios aún más brutales. ¿Cuánto tiempo ha ignorado Israel la Resolución 242 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, fechada el 22 de noviembre de 1967, que ordena la retirada israelí de los territorios ocupados de Gaza, Cisjordania y Jerusalén? ¿Podríamos decir que, al día de hoy, Israel ha dado muestras de estar dispuesto a cumplir con la Resolución 1397 del propio Consejo de Seguridad, que el 12 de marzo de 2002 apoyó la creación de un Estado palestino con fronteras reconocidas y seguras? ¿Cómo conciliar el supuesto compromiso de Israel para convivir en paz con los palestinos con la demolición de viviendas y la construcción de muros?

Por lo que atañe al presunto carácter democrático del Estado de Israel, parece pertinente señalar que la democracia no es enteramente reducible a las elecciones periódicas, así como el Estado de Derecho no se agota en la separación de poderes. No existe democracia ni Estado de Derecho ahí donde se desprecia abiertamente la legalidad internacional y se toleran los asesinatos selectivos, el encarcelamiento sin las garantías del debido proceso, la expulsión arbitraria de poblaciones enteras o la discriminación legal de quienes no profesan la religión judía.

En suma, la cuestión que subyace a la tensa situación en Oriente Medio es la siguiente: ¿está legitimado el crimen perpetrado por un Estado, por muy amenazado que esté o muy democrático que se considere a sí mismo? Para que el saldo de sangre dejado por los dos bienintencionados viajes de Rachel Corrie a Gaza no sea absolutamente inútil, me parece que estamos obligados a responder negativamente a esta pregunta.

domingo, 6 de junio de 2010

Alma

En las pasadas fiestas navideñas, el animador Rodrigo Blaas, quien forma parte del equipo creativo de los Pixar Animation Studios, puso a disposición del público en la red un cortometraje titulado, sencillamente, Alma. Según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, alma es el «principio que da forma y organiza el dinamismo vegetativo, sensitivo e intelectual de la vida», o bien, según «algunas religiones o culturas», la «sustancia espiritual e inmortal de los seres humanos». Tengo la impresión que, para definir el término, los académicos de la lengua castellana se ciñeron al canon aristotélico. Para Aristóteles, cabe recordar, el alma es fundamentalmente un principio básico, vital: es acto y forma respecto de un cuerpo organizado, esto es, el principio que constituye a un organismo (sea éste vegetal, animal o humano) en actualidad viviente. Además de esta modalidad corruptible del alma, indisolublemente unida al cuerpo, Aristóteles admite la presencia en el ser humano de un supuesto entendimiento incorruptible, el cual sería inmortal.

Por otra parte, en castellano Alma es un nombre femenino medianamente común. El juego conceptual propuesto por Blaas promete entonces una incursión en los terrenos más complejos de la antropología filosófica y la metafísica. El cortometraje (sin necesidad de otra palabra que aquélla que le titula) habla por sí mismo, pero quisiera dejar en el tintero (¿o en teclado?... los lugares comunes también se transforman con la tecnología) las siguientes preguntas: ¿Quién no se ha visto tentado a perder el alma por la fascinación que el ego ejerce sobre nuestras conciencias? ¿Será nuestro amor propio tan peligroso como parece sugerir Blaas?




sábado, 5 de junio de 2010

Cohn-Bendit: Sensatez y Sensibilidad

La crisis sigue su curso destructivo: el nuevo Gobierno húngaro presidido por el conservador Viktor Orbán, elegido el pasado mes de abril, anunció ayer que el Ejecutivo anterior había manipulado las cuentas públicas, y que «no es una exageración» hablar de la suspensión de pagos de la deuda soberana del país centroeuropeo.  La convulsión se extendió inmediatamente por los mercados bursátiles. El Ibex se hundió un 3,8%, el Dax alemán cayó 1,91% y el londinense FTSE bajó 1,63%. El euro se depreció hasta 1,19 dólares, el nivel de cambio más bajo desde el mes de marzo de 2006.

La pertinencia de una nueva socialización de las pérdidas de los bancos mediante la inyección de capital público que compense sus pérdidas es una opción que ha comenzado a adquirir el prestigio de lo razonable (sotto voce... o no tanto) en los círculos de la opinocracia financiera. El problema, se dice, es que la incertidumbre provocada por la turbulenta situación económica de Grecia o Hungría (por citar un par de ejemplos) confluye inevitablemente sobre los bancos, cuyos balances están contaminados por los títulos de deuda emitidos por  tales países. Por supuesto, los Estados (y estoy hablando, ¡oh, ironía!, del llamado primer mundo) no están ahora en condiciones para hacer frente a un nuevo rescate bancario. ¿Cómo van a rescatar los bancos, si no pueden salvarse a sí mismos?

Para complicar un poco más la situación, la discusión y entrada en vigor de la normativa conocida como Basilea III ha sido aplazada por el G-20 hasta 2014 o incluso más allá. Dicha normativa pretende obligar a los bancos a mantener niveles de capital más elevados y de mejor calidad, de tal forma que sean más sólidos ante una eventual crisis y no necesiten ser rescatados con fondos públicos. La importancia de esta regulación se hace patente en cuanto consideremos que en las raíces de la actual crisis financiera internacional, precisamente, se encuentra una regulación inadecuada y laxa de los requisitos de capitalización de la banca.

En suma, las noticias de esta semana no han sido  particularmente buenas (y eso que no me he metido con el último happening del Estado israelí, que sin duda merece algún comentario sobre la indispensable diferenciación entre el inaceptable antisemitismo y la igualmente ineludible condena moral y jurídica que merecen los métodos de Israel). Sin embargo, la esperanza aparece en ocasiones donde menos confiamos que haga acto de presencia. Entre la vorágine de avaricia y desconfianza desatada por la crisis, el político franco-alemán Daniel Marc Cohn-Bendit ha  levantado recientemente una voz teñida de sensatez y sensibilidad  (virtudes que no están tan reñidas como supone Jane Austen) en el mismísimo Parlamento Europeo. El discurso pronunciado por Cohn-Bendit con motivo de la crisis griega es esperanzador, cuando menos, en dos sentidos: primero, porque quien se expresa con tal pasión y libertad por una causa justa demuestra que, a pesar de los pesares, la democracia aún no está perdida y, segundo, porque al evidenciar la locura capitalista ha hecho evidente que, en el plano de los principios, el proyecto socialista todavía vive en la medida en que, sencillamente, es la más razonable de las opciones políticas que se perfilan en nuestro futuro.

Sin mayores preámbulos, entonces, los dejo con Daniel Cohn-Bendit: