lunes, 26 de abril de 2010

Las Drogas, la Ley y John Stuart Mill

Primero fue Joaquín Sabina, después Vicente Fox. La diferencia en la influencia y el prestigio social alcanzados por uno y otro personaje es abismal: de un lado, un músico con vena humorística y [p]olítica (nótese que utilizo una "p" minúscula... muy minúscula); del otro, el ex presidente de México, artífice de la abortada transición democrática mexicana. Por supuesto, a pesar de los pesares la balanza se inclina claramente en pro del primero de ellos (¿cómo tomarse en serio a Fox, vistos los numerosos happenings que le han constituido en un pierrot* involuntario?)... pero, al margen de estas consideraciones, tanto Sabina como Fox se han constituido en voceros espontáneos (e insospechados) del liberalismo clásico, a lo John Stuart Mill, en cuanto abogaron por la legalización de las drogas en México como remedio a la normalización de la violencia que actualmente vive el país.

En las entrevistas que concedió con motivo de la reciente gira artística que realizó por México, Sabina predijo que, a la postre, todos los centros de poder habrán de admitir la conveniencia de la legalización de las drogas. En su opinión, «parece mentira» que el presidente Felipe Calderón «no supiera que esa guerra [contra el narcotráfico] no la puede ganar él ni la puede ganar nadie». El cantautor español argumentó que, con la legalización, «no se acaba con las drogas, pero sí se acaba con la corrupción, con las muertes y con los asesinatos, y con la infiltración en el poder».

Pocos días después, Fox apuntó que sería oportuno estudiar la legalización de las drogas en México con miras a una reducción de la ola de violencia criminal que se ha extendido por el país. «El Estado y el gobierno en cualquier país del mundo», adujo el ex mandatario, «lo que tienen que garantizar es la seguridad plena de los ciudadanos, no si se drogan o no se drogan, sino la seguridad para que puedan salir a la calle, puedan estudiar, puedan divertirse y puedan regresar sanos y salvos a casa». Según Fox, la legalización «parece un camino que puede ser rápido, eficiente, para el tema de la violencia, y para el tema de la salud pública en función del consumo de drogas».

Fox y Sabina no son los primeros en plantear la legalización de las drogas como una de las mejores vías para atajar la violencia generada por el narcotráfico tanto en México como en América Latina entera. Cabe recordar que, en los primeros días del mes de febrero de 2009,  Ernesto Zedillo, Fernando Henrique Cardoso y César Gaviria (ex mandatarios, respectivamente, de México, Brasil y Colombia) sostuvieron en cierto informe suscrito por la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia (significativamente titulado Drogas y Democracia: Hacia un Cambio de Paradigma) que políticas prohibicionistas tales como la represión de la producción, la interdicción al tráfico y a la distribución y la criminalización del consumo no han rendido los frutos esperados, o incluso han resultado contraproducentes. El informe asentó que a lo largo de las últimas décadas el crimen organizado derivado del narcotráfico ha infiltrado las instituciones, lo cual se refleja en un crecimiento «inaceptable» de la violencia y en la «corrupción de los funcionarios públicos, del sistema judicial, de los gobiernos, del sistema político y, en particular, de las fuerzas policiales encargadas de mantener la ley y el orden». Frente a este panorama, pidió abrir a debate estrategias alternas y, sobre todo, reconocer el fracaso del «modelo actual de política de represión de las drogas», mismo que «está firmemente arraigado en prejuicios, temores y visiones ideológicas». Sobre esta base, la Comisión propuso tratar el consumo de drogas como cuestión de salud pública, reducir el consumo con información, y focalizar la represión exclusivamente sobre el crimen organizado (por cierto, quien desee acceder al informe completo, puede hacerlo en este enlace).

Aunque estos y similares señalamientos pueden encontrar una razonable acogida en círculos académicos, lo cierto es que la vox populi no les profesa simpatía alguna. Demasiados años se han fortalecido los prejuicios sobre el tema (¿cómo olvidar, por ejemplo, al abominable y desalmado marihuano de Nosotros los Pobres?) como para socavar su base ideológica con unas pocas declaraciones, un informe o alguna que otra propuesta de campaña formulada por partidos políticos minoritarios.  Bástenos echar un vistazo a los comentarios que aderezan las notas periodísticas online con las que El Universal ha cubierto las referidas propuestas de legalización de las drogas, para hacernos con una idea sobre la magnitud del problema. RMONTERO 77, por ejemplo, asegura que Sabina es solamente «otro consumidor de drogas más» que no comprende que en México «nos rifamos el físico contra el narco». En términos similares, Rockandrolla le invita a «seguir enviciándose [sic] en su país». El encantador socarron2 apunta que a Vicente Fox «no le duele ver a la juventud estúpida [sic] por la droga», toda vez que «no pudo tener hijos», y «los que tiene son adoptados». Finalmente, pese a que el informe de la  Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia aparentemente tuvo una mejor recepción entre los lectores de El Universal, también hubo quien manifestara (como lo hizo cramtoro) que la legalización de las drogas equivale a «legalizar el asesinato». 

Alguna respuesta merecen tantos y tan variados defensores de la salud pública por vía de la coerción. Tal como apunté al comienzo de estas líneas, las propuestas de legalización del tráfico, distribución y consumo de drogas se inscriben dentro de la mejor tradición  del liberalismo. La parábola del puente con la que el liberal inglés John Stuart Mill (1806-1873) ilustra los límites de la intervención del Estado sobre las decisiones y actos de los individuos conserva al día de hoy plena vigencia. «Si un funcionario público o cualquier otra persona», anota Mill, «viera que alguien intenta atravesar un puente declarado inseguro, y no tuviera tiempo de advertirle el peligro, podría cogerlo y hacerle retroceder sin atentar por esto contra su libertad, puesto que la libertad consiste en hacer lo que uno desee, y no desearía caer en el río». Sin embargo, Mill reconoce igualmente que «nadie más que la persona interesada puede juzgar de la suficiencia de los motivos que pueden impulsarla a correr el riesgo», de modo que el individuo que deseara cruzar el puente «debe tan sólo ser advertido del peligro, sin impedir por la fuerza que se exponga a él» (On Liberty, Oxford, Oxford University Press, 1998, pp. 106-107). Imaginemos, entonces, que el consumo de drogas es el puente inseguro al que alude Mill. La función del Estado (en el ejemplo anterior, representado por el funcionario público que advierte al transeúnte sobre las condiciones del puente) consiste, siempre que nos tomemos en serio la salvaguarda de la libertad personal, en informar a sus ciudadanos y ciudadanas sobre los riesgos que el consumo de drogas implica para su salud, pero no en constreñirlos a evitarlos.

Puesto que ya veo venir a algún émulo de Helen Lovejoy mirándome con los ojos desorbitados y exigiendo a gritos, mientras levanta los brazos al cielo, que alguien piense en los niños, aclaro que las propuestas de legalización se encuentran enfocadas a adultos que, supuestamente, son responsables del rumbo que decidan imprimir a sus vidas. Los menores de edad (al igual que sucede hoy en día con otras drogas, como el alcohol o el tabaco) no están incluidos en el supuesto de autorización del consumo. Sobre tal presupuesto, cabe suscribir con relación a las drogas en general cuanto Mill apuntaba con relación a la ingestión de cervezas y licores:






«[...] la limitación en el número de expendidurías de cerveza y licores, para hacer su acceso más difícil y disminuir las ocasiones de tentación [...] sólo conviene a un estado social en el que las clases trabajadoras sean abiertamente tratadas como niños o salvajes, y colocadas bajo una educación restrictiva que las capacite para que, en el futuro, sean admitidas a los privilegios de la libertad. No es éste el principio según el cual se profesa gobernar a las clases trabajadoras en los países libres; y nadie que conceda el debido valor a la libertad prestará su adhesión a que sean así gobernadas [...]» (On Liberty, pp. 112-113).

En el espíritu de John Stuart Mill, cabría recordar al presidente Calderón y su séquito de cruzados contra el narcotráfico que, puesto que cada adulto es libre y soberano para disponer de su cuerpo, el Estado carece de legitimidad para prohibirles el acceso a las drogas con el pretexto de proteger su salud. El Estado está legitimado para intervenir contra la voluntad de sus ciudadanos o ciudadanas en edad adulta con miras a evitar que perjudiquen a los demás, pero no para asegurarse de que lleven una vida sana y virtuosa. Así, es razonable, por ejemplo, la sanción penal del homicidio, pero no la del consumo de estupefacientes. Cada cual es responsable de su propio perfeccionamiento o degradación: si otorgamos al poder público la potestad para conducir las vidas de quienes consumen drogas, corremos el riesgo de perder el control sobre las nuestras. La libertad en una república debe ser igual para todos, o nadie disfrutará de ella en realidad.

A un enorme costo en vidas, el gobierno de México ha optado por usurpar la libertad de la vida privada con el fin de instruir a los mexicanos y las mexicanas sobre la inconveniencia del consumo de drogas. El derramamiento de sangre ocasionado hasta ahora por el combate al narcotráfico no sólo ha sido inútil, sino que carece de justificación legítima. Quizás ha llegado el momento de obrar sensatamente, y comenzar a prestar atención en esta materia a la añeja llamada de John Stuart Mill, recientemente resucitada por los más insólitos y dispares voceros que uno pueda imaginar.



* En el repertorio de la Commedia dell'Arte, Pierrot es un payaso triste ataviado con un vestido blanco y amplio, sobre el cual destacan botones negros. Eterno enamorado de Columbina, Pierrot fracasa perennemente en sus empeños románticos debido a los constantes titubeos con los que emprende el cortejo de la dama en cuestión.

martes, 20 de abril de 2010

El Teatro del Mundo: Ecos de la Canción Desesperada



«Era la alegre hora del asalto y el beso.
La hora del estupor que ardía como un faro».

La Canción Desesperada

Pablo Neruda

lunes, 19 de abril de 2010

Otra Raya al Tiger (Woods): Nike y la Beatería Empresarial

Tras pasar unos días desconectado del mundo en Santiago de Compostela (¡ah, Galicia, como dice Rosalía de Castro, competidora en clima e galanura cos países máis encantadores da terra!), constato que ha llegado a las pantallas de las televisoras españolas el polémico comercial filmado por el golfista Eldrick Tont "Tiger" Woods para la marca de artículos deportivos Nike. Woods, como es sabido, es considerado uno de los golfistas más importantes de todos los tiempos, casi a la par que Jack Nicklaus y Arnold Palmer: no sólo acumula catorce majors ganados en su haber, sino que en el año 2008 ascendió hasta los primeros sitiales del olimpo reservado a los deportistas mejor pagados del mundo, con unos ingresos estimados en ciento diez millones de dólares.

Auténtico hijo predilecto de la utopía anarco-capitalista a la Robert Nozick, donde los héroes del deporte se hinchan los bolsillos bajo los auspicios de un Estado mínimo, «limitado a las estrechas funciones de protección contra la fuerza, el robo, el fraude, el cumplimiento de los contratos, y otras similares» (Anarchy, State and Utopia, Oxford, Blackwell, 1974, p. ix), Woods fue agasajado por toda suerte de patrocinadores corporativos hasta que, hacia finales del 2009, sus infidelidades conyugales fueron descubiertas tras un absurdo accidente automovilístico que terminó con el Cadillac del golfista hecho trizas, sucesivamente estampado contra un seto, una boca de incendios y un árbol. Como era previsible, los malos teclados (venenosos sucedáneos posmodernos de las añejísimas malas lenguas) a sueldo de la prensa rosa encontraron una apetecible veta para incursionar en la intimidad de Woods a partir del incidente. Con mayor celeridad que la que uno podría esperar en un guepardo con diarrea, afirmaron que Elin Nordegren, la esposa de Woods, le había perseguido en un acceso de ira mientras blandía un palo de golf, provocando en consecuencia el accidente. Por supuesto, Woods se apresuró a desmentir esta rocambolesca historia. Quién sabe qué ocurrió en realidad, y a fin de cuentas tampoco debería interesarnos: quienes encuentren algún placer en vegetar ante el televisor para dar seguimiento a un torneo de golf, francamente no deberían preocuparse por los goces que su ídolo del momento persiga entre las sábanas.

Por desgracia, la cordura es poco realista (es una virtud utopística, habremos de decir para ceñirnos al espíritu de este blog). El escándalo suscitado por Woods y sus ligues prueba que los forofos del golf no sólo se deleitan en la fascinación de los vectores aderezados con las fuerzas combinadas de un buen swing y el viento, sino que también tienen un corazoncito deseoso de lapidar al primero que se ponga a tiro. A raíz de la mala prensa que le obsequiaron sus aventuras extramaritales, el 11 de diciembre de 2009 Woods publicó en su página web una nota en la que pidió perdón «a todo el mundo» (¡sic!) y anunció su retirada indefinida de los campos de golf con miras a «centrar su atención» en «ser mejor esposo, padre y persona». La forzada penitencia del golfista duró poco:  el pasado 5 de Abril retomó su actividad profesional  en el prestigioso torneo del circuito americano Master de Augusta, que se disputa en el Augusta National Club (Georgia, EE.UU).

Entre una y otra fecha, los contratos y patrocinios corporativos disfrutados por Woods menguaron progresiva e implacablemente. Gillette, Accenture, AT & TTAG Heure, Gatorade y General Motors figuran entre las marcas comerciales que prudentemente optaron por distanciarse del golfista caído en desgracia. Bajo esta misma atmósfera de cacería de brujas y en un alarde de mojigatería sin precedentes, William Porter "Billy" Payne, presidente del Augusta National Club desde el año 2006, reprochó acremente a Woods sus amoríos en el discurso que pronunció con motivo del torneo anual auspiciado por dicha organización. Según Payne, en lo sucesivo, Woods «no será evaluado únicamente por su desempeño respecto al par» (el número predeterminado de golpes que un golfista necesita para completar un hoyo, una ronda o un torneo), sino también por «la sinceridad de sus esfuerzos para cambiar» en vista de que «nos ha decepcionado a todos (¡sic!) y, sobre todo, a nuestros hijos y nietos». Nótese que, en esta ocasión, la traducción que propongo es absolutamente precisa en lo que respecta al género de los sujetos involucrados: el Augusta National Club no admite mujeres en su seno. La indignación moral suscitada por los devaneos de Woods, por tanto, es un asunto exclusivamente viril: por lo visto, los miembros del Augusta National Club temen que sus descendientes falten a los sagrados votos del matrimonio (o, quizás, que sean tan torpes como para ser descubiertos mientras los quebrantan... pero esto, como diría el poeta, no lo sé de cierto, sino que sólo lo supongo).

El mismo día en que Payne arremetió públicamente contra los pecados de Woods, Nike (uno de los pocos patrocinadores que no ha renegado de sus vínculos con el golfista) inició en los Estados Unidos la transmisión del comercial al que aludí al comenzar estas líneas. Debo confesar que, en un principio, decidí pasarlo por alto: inmerso en delirios de grandeza, imaginaba a los tiburones de la agencia publicitaria Wieden + Kennedy entre carcajada y carcajada, al borde de la pérdida del control de esfínteres, mientras leían esta entrada en el blog. «MUA-JA-JA-JA-JA», clamaba el perverso yuppie que protagonizaba mi fantasía megalómana (subrayo el onomatopeya, ad hoc a la avaricia capitalista), «otro ingenuo que se suma gratuitamente a nuestra campaña». Una segunda reflexión sobre el asunto, empero, me llevó a modificar mis puntos de vista sobre el asunto: Nike y sus esbirros (esto es, los creativos mercenarios de Wieden + Kennedy) parecen estar plenamente seguros de que el público consumidor es estúpido y manipulable. Cualquier contribución para sacudir sus arrogantes y engominadas cabecitas con una dosis de resistencia analítica, por tanto, merece la pena.

Al margen de la innegable vileza ética que rezuma, la estética y la semiótica involucradas en el comercial son sencillamente geniales: el espectador se encuentra ante una imagen en blanco y negro del rostro de Tiger Woods, ataviado con una gorra y un chaleco que ostentan el logotipo de Nike. La expresión de Woods transmite una afectada contrición, mientras escuchamos una voz masculina que le reprende cariñosamente:





«Tiger...
Soy más propenso a ser inquisitivo, a promover la discusión...
Quiero saber qué estabas pensando, quiero saber qué sientes...
¿Aprendiste algo?»
El hombre que aparentemente se dirige a Woods es su padre, Earl Woods, fallecido el 3 de mayo de 2006 a raíz de complicaciones surgidas de un cáncer de próstata. En el relato épico construido en torno al golfista, Earl Woods representa la figura del mentor e inspirador. Es extremadamente significativo que no aparezca en el comercial, sino que sea el espectador quien asume su posición. De esta manera, cada televidente reprocha a Woods sus andanzas amorosas. Pocos días antes de la transmisión del comercial, Woods aparentemente había manifestado el deseo de ser considerado una «buena inversión» al mismo tiempo que lucha por ser «mejor persona». Nike ha cumplido estos íntimos anhelos del golfista al investirnos cobardemente con la autoridad moral para juzgar y perdonar al adúltero. Y es que, en estas materias, parece virtualmente imposible encontrar a alguien que (muy evangélicamente), por encontrarse libre de pecado, esté legitimado para arrojar la primera piedra. Ciertamente, no concibo a Nike o a Wieden + Kennedy como adustos (aunque conciliadores) guardianes del decoro público. Tampoco comprendo cabalmente -y pido disculpas por mi estulticia- la indignación moral de los augustos golfistas representados por Billy Payne, entre los que se cuentan algunos de los principales ejecutivos de los mayores bancos de inversión del mundo. ¿Qué tendrá mayor interés ético para el público, las desaforadas hormonas del señor Woods, o las inversiones offshore y el multimillonario rescate bancario con se saldó la última gran crisis del capitalismo financiero?

La patética beatería empresarial inscrita en el comercial del regaño que nos ocupa resulta acentuada por el hecho de que el discurso de Earl Woods aparece totalmente fuera del contexto en que fue proyectado. Las palabras adoptadas por Wieden + Kennedy para reñir al golfista proceden del documental Tiger: The Authorized DVD Collection, distribuido por Buena Vista Home Entertainment en el año 2004. En la escena original, Earl Woods contrasta su propio temperamento con el de Kutilda, la madre de Tiger. El padre de Woods sostiene que Kutilda es «autoritaria», mientras que él, por el contrario, es «más propenso a ser inquisitivo, a promover la discusión», a indagar (con relación a su hijo) «qué estabas pensando» o «qué sientes» y, sobre todo, a averiguar si «aprendiste algo». Earl (en ese entonces con 72 años de edad, y visiblemente consumido por el cáncer) concluye a continuación: «Éramos dos tipos [de persona] distintos, pero coexistimos bastante bien».

La iniciativa publicitaria de Wieden + Kennedy debería alertarnos sobre el terrible poder seductor que el dinero es capaz de ejercer. En su sueño republicano, Jean-Jacques Rousseau previó que sólo podría existir igualdad ahí donde «ningún ciudadano sea suficientemente poderoso para comprar a otro, ni ninguno bastante pobre para forzarse a venderse», porque «entre ellos se realiza el tráfico de la libertad pública: unos la compran, otros la venden» (Du Contrat Social, ou Principes du droit politique, Libro II, Capítulo XI). Rousseau se equivocaba. Tiger Woods no es precisamente un indigente, y a pesar de ello no tuvo empacho en vender su dignidad para promover la sexualidad á la MTV que acomoda a la gazmoñería corporativa, conforme a la cual la insinuación puede llevarse hasta el límite porque así se perpetúa la tentación de lo prohibido, pero ceder ante ella constituye una transgresión intolerable que sólo puede purgarse mediante una flagelación mercadotécnica. Me parece que la única respuesta razonable frente a la burda campaña moralizante instrumentada por Nike es una revolucionaria carcajada. En su conjunto, el affaire Woods es tremendamente ridículo. Lo siento, señor Woods (y patrocinadores anexos): no tengo autoridad para sermonearle porque me importa un comino su vida sexual, que sólo atañe a usted y a las personas directamente involucradas en ella. Aunque usted quiera vender su libertad, yo no se la compro. Páselo bien (como mejor le parezca) y, por favor, déjeme en paz.

martes, 13 de abril de 2010

Cinco Preguntas Abiertas a los Guionistas de Series Televisivas Policiales

¿Acaso toda posibilidad narrativa se agota en la dialéctica entre crimen y policía? ¿Será cierto que los mejores policías están dotados con un olfato que les permite distinguir inequívocamente a los culpables? ¿Por qué los jueces y los abogados defensores resultan tan frecuentemente antipáticos e imbéciles? ¿Cómo es que, a final de cuentas (aunque sean precisos diez o más capítulos para conseguirlo), los buenos policías siempre triunfan? ¿Por qué una sociedad libre debe idolatrar a las fuerzas del orden público?

domingo, 11 de abril de 2010

El Retorno del Unicornio Azul: Socialismo y Libertad

No me avergüenza confesarle al mundo entero (bueno... de vez en cuando, cierta megalomanía resulta sana... pero, en aras de la precisión, rectifico: a los tres lectores de este blog) que Silvio Rodríguez representa uno de los grandes referentes en mi iconografía política y cultural. Entre las dedicatorias de mi tesis de licenciatura, hay una dirigida a él. «A Silvio Rodríguez Domínguez», puedo leer en aquel texto que escribí prácticamente diez años atrás, «porque el espíritu de su música está impreso en cada rincón de mi pensamiento». Silvio, amo de las palabras: siempre parecía tener alguna a mano para dar cuenta de mis amores, mis iras, mis ansias de justicia y de revolución. Cuando vine a España, rehusé vehementemente lastrar mi equipaje con música ranchera y/o sones de mariachi, según aconsejaban (con toda buena fe, eso sí) muchos de mis compatriotas patrioteros. En cambio, en el salto sobre el Atlántico me acompañó la colección (casi) completa de obras de Silvio Rodríguez, con algunas muestras selectas (debidamente enriquecidas más tarde, a lo largo de mi larga estancia en Europa) del genio de Bach, Beethoven, Schubert o Mozart. Puedo asegurar que, a la fecha, me siento enteramente satisfecho por aquella decisión.

El pasado 26 de marzo, durante la presentación en La Habana de su último disco -titulado Segunda Cita-,  Silvio  (tan cercano ha sido a mi vida, que me resulta virtualmente imposible eludir la familiaridad cuando me refiero a él) reconoció que Cuba «pide a gritos» una profunda transformación de su régimen socialista, aunque también aseguró que sigue teniendo «muchas más razones para creer en la revolución que para creer en sus detractores». Según indicó Silvio, «este es un momento en que sí, la revolución, la vida nacional, el país pide a gritos una revisión de montones de cosas (...) desde conceptos hasta instituciones».

Al igual que Silvio, Pablo Milanés ha intervenido recientemente en el debate sobre la necesidad de un cambio en Cuba con opiniones muy francas. Desde España, Milanés reclamó en los primeros días del propio mes de marzo que su país «avance con ideas y hombres nuevos» y haga «otra revolución», ya que «el sol enorme que nació en el 59» se llenó de manchas al «ponerse viejo». Ahora más que nunca -en vista de desastres inminentes como los que se barruntan en el experimento venezolano- es preciso prestar oídos atentos a estas voces, que (cada una a su manera) nos advierten que no hay socialismo posible sin respeto a las libertades fundamentales: la personal (que incluye los derechos a no ser detenido arbitrariamente y a ser juzgado conforme a los principios del debido proceso); la de prensa y opinión; la de reunión y, finalmente, la de asociación (por virtud de la cual es factible constituir aquellas agrupaciones que, como los sindicatos o los partidos, constituyen una de las principales garantías del pluralismo político).

Precisamente, la necesidad de rescatar la utopía y revivir los viejos (y justos) ideales socialistas al reconocer, con valentía, que es necesario revisar las vías y los medios autoritarios que fueron empleados para su instrumentación en Cuba, ha sido bellamente expresada por Silvio en una canción titulada «Sea Señora». Desde mi punto de vista, en este tema Silvio retoma con renovado espíritu revolucionario su propuesta poética original. El Unicornio Azul ha vuelto, y se dirige a nosotros en los siguientes términos:

Sea señora la que fue doncella.
Hágase libre lo que fue deber.
Profundícese el surco de la huella;
reverdézcanse sol, luna y estrellas
en esta tierra que me vio nacer.

A desencanto, opóngase deseo.
Superen la erre de revolución.
Restauren lo decrépito que veo,
pero déjenme el brazo de Maceo
y, para conducirlo, su razón.


Seguimos aspirantes de lo mismo
que todo niño quiere atesorar:
una mano apretada en el abismo,
la vida como único extremismo
y una pequeña luz para soñar.


Las fronteras son ansias sin coraje.
Quiero que conste de una vez aquí.
Cuando las alas se vuelven herrajes,
es hora de volver a hacer el viaje
a la semilla de José Martí.



El sueño no ha perdido su encanto: las cuentas que tenemos pendientes con la justicia bien justifican que, hoy como el 21 de febrero de 1848 (fecha en que se publicó el Manifiesto Comunista), podamos afirmar que el fantasma del socialismo recorre el mundo. No obstante, el hecho de reconocer los innegables horizontes utópicos que históricamente representó el socialismo –y que aún proyecta para muchas personas- no debe hacernos perder la necesaria distancia crítica para imponer un juicio de desvalor sobre sus vertientes autoritarias. Sería una necedad negar a estas alturas del siglo XXI que, en aquellos casos en que se descuidó el delicado equilibrio entre la libertad y la igualdad, el buen lugar (esto es, la eu-topía) que anunciara el socialismo ha trocado en una pesadilla. La democracia puede prescindir del capitalismo, pero no de las libertades fundamentales.

Cuando las alas se vuelven herrajes, Silvio opta por José Martí. Sin menospreciar su elección (¡cómo no rendirse ante Martí!), empero, yo prefiero volver mi mirada hacia Ernst Bloch, filósofo marxista de la esperanza y la utopía que, en los tiempos duros de la Guerra Fría y la Unión Soviética (esto es, cuando realmente resultaba riesgoso sustentar semejantes puntos de vista) afirmara que «la bandera de los derechos humanos tiene que ser por doquiera la misma, tanto la que alzan los trabajadores como derecho de resistencia en los países capitalistas, como la que enarbolan en los países socialistas como [medio para] la construcción del socialismo, como derecho e incluso obligación a la crítica de esta construcción». La promesa del socialismo sólo vale en la medida en que haga efectiva la aspiración de una efectiva igual libertad para todos: una liberación de la opresión causada por la desigualdad económica y sus efectos, pero también de la enajenación impuesta por los tiranos de cualquier cuño (aunque se llamen a sí mismos «socialistas»).

viernes, 9 de abril de 2010

Minúsculos Agujeros Negros (y otros que no lo son tanto)

Esta semana, el Gran Colisionador de Hadrones (LHC, por sus siglas en inglés) ha vuelto a hacer saltar las alarmas apocalípticas. Una de las preocupaciones más extendidas entre algunos sectores de la opinión pública sobre este dispositivo situado entre Suiza y Francia es la posibilidad de que forme un agujero negro que atraiga toda la materia a su alrededor y pueda destruir el planeta. Aunque esta teoría es rechazada por la aplastante mayoría de la comunidad científica, recientemente ha recibido renovados impulsos: los investigadores Matthew Choptuik (University of British Columbia, Vancouver) y Frans Pretorius (Princeton University, New Jersey) aseguran que las ecuaciones en su día formuladas por Albert Einstein confirman que es posible que un agujero negro aparezca durante las colisiones de partículas a muy alta energía que prepara la llamada «máquina de Dios».

Los susodichos agujeros serían muy pequeños y difíciles de detectar. Además, se evaporarían casi al instante, lo que hace aún más difícil notar su presencia. Según los autores de la investigación (publicada hacia mediados de marzo en la revista Physical Review Letters), la búsqueda de tales agujeros debe enfocarse sobre los escombros que salen disparados de las colisiones. Para descubrirlos, los científicos deberían estar atentos a la presencia de formas esféricas.

Quizás pueda parecer irreverente, pero la descripción del fenómeno me ha hecho pensar en los agujeros    portátiles marca Acme con los que Wile E. Coyote infructuosamente intentaba, una y otra vez, reducir al indómito Correcaminos. No cabe duda: el mundo es mágico y multicolor, de modo que la realidad constantemente supera los más alocados productos de nuestra imaginación.

Los agujeros negros portátiles del LHC han arrebatado protagonismo a otros oscuros abismos que indudablemente resultan más peligrosos. Y es que esta  misma semana Lloyd Blankfein y Gary Cohn, voceros del gigante financiero Goldman Sachs, han negado vehemente en una carta dirigida a sus accionistas que dicha institución haya apostado en contra de sus clientes para incrementar sus dividendos, o que se haya beneficiado con el dinero público del rescate financiero pagado por el gobierno de los Estados Unidos de América.

Goldman Sachs cerró el pasado ejercicio con unas ganancias de 13.400 millones de dólares (9.500 millones de euros), de las que 4.950 millones (3.510 millones de euros) corresponden al cuatro trimestre. Este holding bancario (estatus que adoptó en otoño de 2008 para beneficiarse de las medidas de rescate de la Reserva Federal y el Tesoro) facturó en 2009 -el año de la gran recesión- 45.170 millones de dólares (32.043 millones de euros). Es (junto a JP Morgan Chase) la institución financiera que mejor ha sorteado la crisis: incluso aprovechó el clima adverso para hacer dinero. La entidad recibió 10.000 millones (7.093 millones en euros) del fondo de rescate financiero, que se apresuró en devolver para liberarse de las restricciones que le imponía el Tesoro de EE UU.

Ahora, la firma destinará 16.200 millones (equivalente al 36% de sus ingresos) a pagar las remuneraciones de sus directivos y altos ejecutivos. De ahí la insistencia de sus lacayos en lavarse las manos: a toda costa pretenden evitar que se haga evidente que las instituciones que recibieron ayudas públicas hacen dinero y pagan primas a sus empleados con lo que salió del bolsillo del contribuyente, mientras el desempleo, los embargos judiciales y los desahucios se ceban de millones de familias.





Así son los agujeros negros producidos por el capitalismo. Enormes, voraces, crueles. No obstante, intentemos ver las cosas por el lado positivo: para detectarlos, no es preciso un sofisticado instrumento como el LHC. Basta con un poco de conciencia. Y, para eliminarlos (si sabemos organizarnos adecuadamente), es más que suficiente el ejercicio de la ciudadanía.

PD. Para el caso en que Choptuik y Pretorius lleven razón, creo que más vale prevenir que lamentar, tal como aconseja el refrán valenciano oportunamente invocado a este respecto por un buen amigo: "Folleu, folleu qu'el mon s'acaba"...

lunes, 5 de abril de 2010

El Legado del Patito Feo


Hans Christian Andersen nació en Odesa (Dinamarca) el 2 de abril de 1805. Tal como adelanté en alguna entrada previa, el pasado viernes se celebró el aniversario de su natalicio, revestido de una relevancia tal que Google consideró pertinente presentar un diseño de su página inicial alusivo a la ocasión. Conviene destacar este hecho porque, desde mi punto de vista, aún no ha sido valorada en toda su profundidad la influencia que el pensamiento y la obra de Andersen han ejercido en la construcción de las mores occidentales vigentes.

Heredero del revisionismo del cuento de hadas impulsado por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm en pro de las concepciones burguesas de infancia y familia, Andersen (entre otros escritores y escritoras de la segunda mitad del siglo XIX) ultimó el canon del sano entretenimiento para niños y niñas que aún nos rige en la actualidad. En Das Märchen meines Lebens ohne Dichtung ("El cuento de mi vida sin literatura"), narración autobiográfica publicada en alemán hacia 1847, Andersen definió el gazmoño concepto de la estética y funciones de los productos culturales destinados al público infantil que más tarde habrían de recoger las buenas conciencias burguesas prácticamente hasta las postrimerías del siglo XX:


«Con la publicación de la colección de cuentos en Navidades de 1843 comenzó para mí el reconocimiento y el aprecio en Dinamarca, y desde entonces no tengo motivo para quejarme […] En el primer volumen publicado había contado […] viejos cuentos que había oído de niño. El cuadernillo se cerraba con uno original, que pareció agradar más que los demás […] En mi creciente inclinación hacia el cuento seguí por tanto mi impulso e inventé yo mismo la mayoría de ellos. Al año siguiente salió un nuevo cuadernillo y poco después un tercero, donde el cuento largo La sirenita estaba inventado por mí. Este cuento despertó muchísimo interés, que creció con los siguientes cuadernillos. Cada Navidad aparecía uno nuevo, y pronto no podían faltar mis cuentos en ningún árbol de Navidad […] Para que el lector pudiera entender por qué contaba los cuentos en la forma en que lo hacía, había titulado los primeros volúmenes Cuentos, Contados para Niños. Había puesto mis narraciones sobre papel en la misma lengua y con las mismas expresiones con que yo mismo se los narraba en voz alta a los pequeños, y había llegado a la conclusión de que interesaban a todas las edades: los niños se divertían sobre todo con lo que llamaría el "aparato", mientras que los mayores se interesaban por las ideas más profundas».

Detengámonos un momento en las ideas profundas que, según Andersen, despertaban el interés de los adultos en sus historias infantiles. Hijo de un zapatero y una lavandera, Andersen fue un verdadero hijo del lumpenproletariat… dotado de una precaria y ambivalente conciencia de clase. Aunque sus cuentos frecuentemente expresan simpatía hacia los oprimidos, a la vez encontramos en ellos una inequívoca admiración hacia la burguesía combinada con una fe ciega en la idea de predestinación que fundamenta la (así llamada por Max Weber) ética protestante que interpreta el éxito mundano como un indicio del estado de gracia concedido por la Providencia desde la eternidad. Henchido de certitudo salutis en vista de la piadosa alegría que despertaban en su corazón «los homenajes y el reconocimiento» de la nobleza y la alta burguesía, Andersen anota en su autobiografía novelada: «La historia de mi vida le dirá a todo el mundo lo que me dice a mí: Existe un Dios de amor que lo lleva todo hacia lo mejor posible».

La idea de predestinación sirvió indirectamente a la racionalización y legitimación de la desigualdad instaurada por el capitalismo en cuanto –como advierte Max Weber- abandona a la Divina Providencia la determinación del puesto que corresponde a cada cual en el mundo. Incapaz de justificar por la cuna su ascenso social, Andersen recurrió a la doctrina de la predestinación para reclamar el reconocimiento que creía merecer en vista de las dotes innatas que la Providencia le había obsequiado como Digter (poeta), y reflejó constantemente esta convicción religiosa en su obra. «Nada importa nacer en un gallinero cuando se sale de un huevo de cisne», podemos leer en uno de sus relatos más íntimos y distintivos, Den grimme ælling ("El Patito Feo", 1843). No obstante, el camino que conduce al cisne desde la oscuridad del corral hasta el jardín donde su belleza es finalmente aceptada y admirada atraviesa por el sufrimiento y la tortura. Una lectura atenta del resto de la producción cuentística de Andersen (escrita entre 1835 y 1875) revela diversas variaciones sobre este mismo tema: aunque la verdadera nobleza no proviene del linaje, sino de la Providencia, es preciso probarla mediante la humilde aceptación de los misteriosos designios divinos que colocaron a su poseedor en una situación desventajosa.

Dicho en otros términos, para Andersen el orden natural de las cosas manda que unos disfruten de una mejor situación social que otros, dado lo cual la virtud exige conformarse con las jerarquías establecidas mientras no se posea la certeza de que se pertenece por derecho propio al grupo privilegiado. Así, antes de adquirir conciencia sobre su singular naturaleza, en la escena final del cuento el tiranizado y postergado cisne exclama al topar con sus tres congéneres: «Volaré hacia esos pájaros majestuosos. Me destrozarán con sus picos, porque yo, que soy tan feo, tengo la osadía de acercarme a ellos ¡Pero no importa! Prefiero que me maten a ser picoteado por los patos, empujado por las gallinas, pateado por la muchacha que cuida el corral, y padecer durante el invierno». En estas breves líneas, Andersen representa alegóricamente una cosmovisión entera: para los elegidos por la Providencia, la humillación a manos de las clases superiores (los cisnes blancos) será siempre más gratificante que la ruda convivencia con el pueblo llano (las aves de corral), incapaz de apreciar el genio y la belleza. La recompensa que reciben a cambio de su abnegación no es tanto la autonomía –el poder sobre su propia vida- cuanto la seguridad que provee el favor del poderoso: los niños que obsequiosamente arrojan «pan y trigo» a las aves del jardín constatan, ante la complaciente aquiescencia de los «cisnes viejos», que el recién llegado es «el más bonito» espécimen que adorna el estanque. Satisfecho y benévolo (puesto que «un buen corazón nunca es orgulloso»), el joven cisne sella entonces su historia con el cándido asentimiento que presta a su destino: «¡Jamás soñé tanta felicidad cuando no era más que un patito feo!».

Ilustración de Vilhelm Pedersen (1844)


Los cuentos de hadas de Charles Perrault, los hermanos Grimm y Andersen están vinculados por un mismo hilo conductor: la progresión de la burguesía hasta su definitivo afianzamiento como clase social hegemónica. En gran medida, han sido los servicios que han prestado a la causa burguesa lo que ha asegurado su permanencia en los parvularios hasta nuestros días. Beneficiada por una recepción dinámica y sumamente extendida dado el tardío desarrollo del cuento de hadas literario en otras latitudes occidentales –concretamente, en Inglaterra y España, así como en las zonas colocadas bajo su influencia durante el periodo colonial-, la obra de estos autores fue crucial para la configuración del género como una herramienta didáctica subordinada a las mores y los valores que los niños y las niñas debieron –y deben aún- asimilar a efecto de asegurar su aceptación e integración en los contextos socioculturales generados por un sistema capitalista en plena evolución y desarrollo. Jack Zipes efectúa un agudo diagnóstico a este respecto cuando afirma que existe una inequívoca relación histórica entre «los cuentos de hadas de la sociedad cortesana de Perrault» y «los cuentos de hadas fílmicos de la industria cultural de Walt Disney»»» debido a que «la estética y la ideología» inscritas en los primeros encarnan un importante capítulo del «proceso civilizatorio general de Occidente» (Fairy Tales and the Art of Subversion, Nueva York, Routledge, 1991, p. 17)... cuya continuidad hasta nuestro tiempo, habremos de añadir nosotros, pasa también por las aportaciones de los hermanos Grimm y Hans Christian Andersen.


The Ugly Duckling (Walt Disney, 1931)

domingo, 4 de abril de 2010

Cristianos con Tranchete

En México, la expresión "ver moros con tranchete" es utilizada para señalar aquéllas circunstancias en que una persona percibe (sin que ello sea necesariamente cierto) que está cercada por enemigos dispuestos a atacarla. No creo que sea indispensable realizar un extenuante análisis historiográfico para determinar sus orígenes. Lo cierto es que, en vista de los eventos que tuvieron lugar el pasado (M)iércoles (Santo) en la Mezquita de Córdoba (es decir, en la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción), la imagen de unos fantasmagóricos individuos hostiles provistos con dagas afiladas parece haber cobrado nueva vida. En esta ocasión, empero, quienes sacaron a relucir los peligrosos tranchetes fueron los cristianos... aunque la presunta amenaza encarnada en el bando contrario fuese básicamente irreal.

Los hechos desnudos son los siguientes: algunos musulmanes que visitaban la susodicha Mezquita, reconvertida en recinto cristiano alrededor del año 1236, se dispusieron a orar en el templo. Al ser reprendidos por los guardias de seguridad, dos de los orantes se enfrentaron a ellos. Acto seguido, la policía fue alertada sobre la contumaz plegaria que los cancerberos habían sido incapaces de silenciar.  Los agentes del orden público que acudieron a la llamada forcejearon con los rezadores rebeldes hasta que éstos fueron sometidos. El saldo: dos musulmanes detenidos, tres policías lesionados.

Los detalles del enfrentamiento habrá de imaginarlos cada cual, a menos que pueda entrevistar a alguno de los testigos directos. Las versiones periodísticas sobre lo sucedido varían tanto entre ellas que es prácticamente inevitable concluir que en la vida nada es verdad ni es mentira, sino que todo depende del color del cristal con que se mira. Para quien lo dude y profese una inquebrantable vocación cívica hacia el ejercicio de la veracidad en el espacio público, siempre queda la opción de contrastar los relatos respectivamente ofrecidos por El Mundo y por El País (y si acaso quiere llevar sus pesquisas hasta sus últimas consecuencias, también puede consultar las crónicas publicadas por La Razón y Público).

La Junta Islámica ha solicitado que, para evitar en el futuro incidentes de esta índole, sea permitido el culto conjunto en el templo. Sin ser adivino, puedo anticipar que esta petición no llegará muy lejos bajo el actual pontificado de Benedicto XVI. Soplan en la Iglesia Católica vientos (¡huracanes!) anteriores al Concilio Vaticano II (1962-1965). Lejos quedan los tiempos de la Declaración Nostra Aetate, en la que se reconocía que «las demás religiones que se encuentran en el mundo, se esfuerzan por responder de varias maneras a la inquietud del corazón humano, proponiendo caminos, es decir, doctrinas, normas de vida y ritos sagrados» que «no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres», y se ordenaba consecuentemente a los católicos que «con prudencia y caridad, mediante el diálogo y colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana»,  guardaran y promovieran «aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen».

Benedicto XVI ha impuesto una concepción asaz distinta del diálogo interreligioso, cuya mayor singularidad reside en haber conseguido mezclar un  dogmatismo ciego a la realidad con una arrogancia suicida. Por muchas razones, podemos coincidir con Albert Rouet, arzobispo de Poitiers, en calificar a la Iglesia Católica como una subcultura en peligro de extinción. Centrémonos, sin embargo, en los aspectos ecuménicos. Todavía resuenan  las palabras pronunciadas por el pontífice el día 12 de septiembre de 2006 en la Universidad de Ratisbona: mediante una desafortunada cita del emperador bizantino Manuel II, Benedicto XVI atacó al Islam acusando a sus enseñanzas de «perversas» y «violentas». Por obvias razones, este discurso provocó una auténtica conmoción en el mundo musulmán: frenó el ecumenismo, crispó a los creyentes moderados y dio argumentos a los  radicales para justificar la lucha contra el occidente cristiano y sus valores.

En esta misma línea, Benedicto XVI decidió recuperar la anacrónica oración  conocida como Plegaria por los Judíos, que se rezaba antiguamente durante la celebración del Viernes Santo. Esta rogativa, abandonada por la Iglesia tras el Concilio Vaticano II, abunda en menciones peyorativas para los judíos, a quienes califica como «pérfidos» y cataloga como un «pueblo obcecado» cuya «ceguera», patente en el hecho de negar a Cristo la calidad de Mesías, les ha hecho permanecer perennemente en las «tinieblas». De este modo, Benedicto XVI hizo una concesión a los sectores fundamentalistas de la Iglesia, que en su día se separaron de Roma siguiendo al obispo cismático Marcel Lefebvre y que ahora, agrupados en la Sociedad San Pío X, han retornado a la obediencia vaticana.

Dicho en breve: en Roma se ha instalado un Papa medieval. Por supuesto, habrá quien se encoja de hombros ante este señalamiento y se conforme con apuntar que la influencia de la Iglesia ha menguado a tal grado que, a fin de cuentas, poco importa lo que disponga Benedicto XVI. Yo no estaría tan seguro: basta con leer los comentarios a las notas que las ediciones digitales de los distintos periódicos españoles han dedicado a los sucesos del pasado miércoles en la Mezquita de Córdoba para caer en la cuenta de que todavía quedan muchos cristianos dispuestos a blandir el tranchete. Así que sugiero mirar hacia delante, y trascender la Edad Media resucitada por Benedicto XVI con la visión utópica renacentista de Thomas More (paradójicamente, canonizado por la propia Iglesia Católica en 1935):

«Las instituciones utopianas más antiguas contemplan que ninguna persona se vea perjudicada por su religión. Ya desde el principio, Utopo se había dado cuenta de que antes de su llegada los indígenas estaban en perpetua guerra a causa de las religiones. Observó también que esta situación del país le había facilitado enormemente su conquista, ya que las sectas disidentes, en vez de estar unidas, combatían aislada y separadamente. Conseguida la victoria, y dueño ya de la isla, decretó que cada uno era libre de practicar la religión que le pluguiera. No proscribió, sin embargo, ese proselitismo que propaga la fe de una manera razonada, suave y humilde. Que no trata de destruir brutalmente a los demás si sus razones no convencen. Y que, en fin, no emplea ni la violencia ni la injuria [...] 

Todo esto lo dispuso Utopo por imperativo de la paz. Ésta quedaría totalmente destruida con discusiones continuas y los implacables odios que originan. Pero pensó además que esta medida redundaba en beneficio de la misma religión. No se atrevió a dogmatizar a la ligera sobre asuntos tan serios. No estaba seguro de que Dios no quería un culto vario y múltiple al inspirar a unos uno y a otros otro. 

Pensó que era insolente y grosero exigir por la fuerza o por amenazas que lo que uno cree que es verdadero lo tengan que admitir los otros [...] Pensó sabiamente que, si se procede con moderación y prudencia, la fuerza de la verdad emerge y se impone por sí misma. Si, por el contrario, se acude a la guerra y a la violencia, resulta que los más atrevidos suelen ser siempre los peores. De esa manera la religión por santa y buena que sea quedará ahogada entre las supersticiones más burdas como el trigo entre las espinas y abrojos. Optó por una vía de moderación: dejó que cada uno creyera aquello que le pareciera mejor».
 
Amén.

viernes, 2 de abril de 2010

Crónicas Kafkianas: Paulette y la Pericia Policiaca

Originalmente, pensaba dedicar la nota de esta mañana al aniversario del natalicio de Hans Christian Andersen y la Semana Santa, pero El Patito Feo y las saetas (o las torrijas, según el fervor con que se mire el asunto) tendrán que esperar algunos días, en vista de asuntos más urgentes que han capturado mi atención. La nota roja o crónica de sucesos (expresiones sinónimas, cuya pertinencia depende del lado del Atlántico en que nos ubiquemos) trasciende fronteras, y el día de ayer llegaron hasta los titulares de los telediarios españoles los sórdidos detalles de la muerte de la niña Paulette Gebara Farah. Si el destino de Paulette no fuera tan inequívocamente desolador (por su edad y sus discapacidades lingüísticas y motrices, que acentúan su condición de vulnerabilidad), la historia de su absurda muerte tendría auténticos tintes de farsa. Incluso sirviéndonos exclusivamente de la información provista por la prensa en torno al caso, la actuación de la Procuraduría de Justicia del Estado de México ilustra inmejorablemente la inefable perspicacia de la policía mexicana. En un principio, las declaraciones de Lisette Farah (madre de Paulette) a los medios fueron las siguientes (para quien tenga ánimos y tiempo de leer la nota entera, he aquí  el vínculo correspondiente):

«El fin de semana, mi esposo (Mauricio Gebara) y mis dos hijas estuvieron en Valle de Bravo, yo había salido de viaje con una amiga y ya había regresado cuando ellos llegaron. Metí a Paulette, de 4 años, y a su hermana mayor a la casa y las cambié, arropé y les di la bendición para que se durmieran y después estuve platicando con mi esposo hasta que nos dormimos, y al siguiente día la más pequeña no estaba en su cuarto. En la mañana, la nana entra a su cuarto y no la ve en su cama para cambiarla y llevarla al kinder, y supone que estaba con su papá o que lo había seguido; sin embargo, ella encuentra a mi esposo en la cocina y le pregunta por la niña, sin saber de ella tampoco. Es cuando comenzamos a buscarla por toda la casa, afuera de ella, en el lobby, en la alberca, temiendo que hubiese caído a ella y haberse ahogado, pero que no fue así y es cuando nos alarmamos más porque no estaba».

De modo que la habitación es el último lugar donde Paulette fue vista, según el testimonio de quienes denunciaron su desaparición. No soy un experto en pesquisas policiales, pero no puedo evitar formularme las siguientes preguntas: ¿Cómo es posible que ningún policía haya tenido la idea de revisar debajo de la cama, donde finalmente fue hallado el cuerpo de la niña? ¿Acaso no es la cara oculta del colchón el escondite doméstico por excelencia (¡la fatídica caja de ahorro de los abuelos y las abuelas, tan a mano de los ladrones!)? ¿Qué clase de peritos policiales descubren un cadáver, tras haber inspeccionado y fotografiado reiteradamente un sitio, sólo cuando sus narices comienzan a sentirse ofendidas por el pestazo de la putrefacción?

La tragicómica participación de las autoridades bajo la dirección de Alberto Bazbaz en estos eventos viene rematada por la acusación contra Lisette Farah. Si Farah es responsable o no de los hechos que se le imputan, es algo que corresponde resolver a los jueces que conozcan este caso. Sin embargo, válidamente podemos apuntar que resulta perverso que la Procuraduría le exponga ante la opinión pública como culpable, basada únicamente en dictámenes psicológicos que han calificado a Farah como «audaz, astuta, fría» y «siempre [...] distante en la parte afectiva», a raíz de lo cual le ha sido diagnosticado un trastorno de personalidad (condición difundida a lo largo y ancho del mundo, porque el noticiero español repitió línea por línea las apreciaciones de los fiscales mexicanos). O sea, que Farah tiene una pinta de c*****a digna de hospital psiquiátrico. Basta con este perfilamiento para que el público se manifieste como lo hace el último comentador de la nota en la edición digital del diario Reforma que da cuenta de los referidos dictámenes psicológicos, quien bajo el elocuente sobrenombre de "Inquisidor", literalmente, propone: «Maldita vieja... ¡quemémosla en el Zócalo!»

¿Acaso no es esta una forma anticipada de resolver en un sentido determinado un juicio que no ha sido siquiera iniciado? ¿No está utilizando la Procuraduría a los medios de comunicación para predeterminar la culpabilidad de Lisette Farah? ¡Quemémosla en el Zócalo!, exige el Inquisidor porque los psicólogos han establecido que el alma de Farah se parecía a su (presunto) crimen, incluso antes de (presuntamente) haberlo cometido. Los paréntesis son totalmente intencionados: la valoración psicológica ha destruido la presunción de su inocencia que debe informar todo proceso penal, y ha estatuido en su lugar la certeza de una culpabilidad irrebatible, porque proviene del fuero interno y viene sancionada por el prestigio de la "pericia científica" . Así, si llega el momento del juicio, Farah habrá de enfrentarse a un dilema análogo a aquel que determinó la suerte de Sócrates ante el tribunal de jueces heliastos que lo condenó a beber la cicuta:
 
«Todos aquellos que, excitados por la envidia y valiéndose de la calumnia, os han persuadido [de mi culpabilidad] y aquéllos a los que, persuadidos ya, persuadieron luego a los demás, son más difíciles de asir: pues no me es posible hacerlos comparecer ni rebatir aquí a ninguno, sino que vengo a combatir con sombras, a la ventura; tengo que refutar a gentes que no responden»
 
Defender los derechos de Farah en el marco del proceso penal (como es el caso de la presunción de inocencia) no es una cuestión de simpatías o antipatías personales, sino que resulta necesario siempre que aspiremos a que, a la postre, también sean respetados los nuestros cuando nos enfrentemos al engranaje del Estado y, más aún, de un Estado tan estremecedoramente kafkiano como lo es el mexicano. Después de todo, ¿quién tiene la osadía de rendirse incondicionalmente ante una evaluación psicológica auspiciada por la misma dependencia pública que sólo pudo constatar la muerte de Paulette cuando percibió los primeros efluvios de la descomposición de su cadáver?