martes, 23 de marzo de 2010

Llámame utopístico

Algunos años después de que, en un ejercicio de autocrítica radical, haya eliminado mis dos primeros blogs (cuya breve vida apenas se extendió entre los últimos meses del 2005 y los subsecuentes primeros del 2006... sobre ellos podríamos afirmar por tanto que, al igual que el atribulado ensueño de Rubén Darío, murieron tristes y pequeños: faltos de fe y, sobre todo, faltos de luz), vuelvo a los senderos antes transitados e inauguro este tercer espacio. Comienzo estas renovadas andaduras por la red con una breve nota, henchida de intencionalidad groseramente didáctica: ¿de dónde viene el título que he elegido en esta ocasión?

El adjetivo utópico, según refiere el (¿realista?) Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia está referido a lo «perteneciente o relativo a la utopía», sustantivo que a su vez define como un «plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación». En forma análoga, el Merriam-Webster Dictionary, aunque más preciso en la determinación semántica del vocablo, no le dota en conjunto de connotaciones más halagüeñas:


Utopia
Pronunciation: \yu-ˈtō-pē-ə\

Function: noun

Etymology: Utopia, imaginary and ideal country in Utopia (1516) by Sir Thomas More, from Greek ou not, no + topos place

1 : an imaginary and indefinitely remote place



2 often capitalized : a place of ideal perfection especially in laws, government, and social conditions



3 : an impractical scheme for social improvement


En vista de semejantes definiciones, parece legítimo huir de la utopía como reclama la prudencia con relación a cualquier mal asunto: en este caso, un ejercicio propio de ilusos imprácticos o ideáticos perfeccionistas. ¿Cómo conservar, entonces, el talante utópico sin perder el glamour académico y/o político? Un recurso siempre apreciado para este tipo de onanismos diletantes consiste en introducir una distinción precisamente ahí donde nunca ha existido. Con este ánimo me he decidido, inspirado por Immanuel Wallerstein, a distinguir entre utopia y utopistics (con perdón de la cita en inglés): «Utopistics is the serious assessment of historical alternatives, the exercise of our judgment as to the substantive rationality of alternative possible historical systems. It is the sober, rational, and realistic evaluation of human social systems, the constraints on what they can be, and the zones open to human creativity» (Utopistics: Or, Historical Choices of the Twenty-First Century, pp. 1-2).
 
La utopística, entonces, abre la realidad al impulso transformador de la inventiva humana. ¡La indispensable novedad para hacer frente al siglo XXI!... ¿o no es así? Curiosamente, la reelaboración de la noción de utopía propuesta por Wallerstein no escapa a la ambigüedad que Thomas More originalmente imprimió a esta palabra, acuñada en 1516 con ánimo irónico, como un juego de palabras en griego. El término utopía, en efecto, comprende dos significados. Habitualmente y en un sentido amplio, se ha convenido en remontar sus raíces a las voces griegas ού (no) y τόπος (lugar), esto es, el lugar que no existe. Sin embargo, el prefijo puede intercambiarse también por la raíz ευ (bueno), con lo cual el τόπος designado adquiere un sentido totalmente distinto: el buen lugar. Es imposible suprimir esta ambigüedad sin adulterar al propio tiempo su campo semántico, que oscila entre el no-lugar (porque no es ahora, pero puede ser mañana) y el buen lugar (porque, ahora o mañana, debe ser). La fluctuación entre ambos extremos produce la impresión de improbabilidad característica del discurso utópico.

Improbable, empero, no significa engañoso o irreal. Considerado como tradición del pensamiento político, el utopismo ha estructurado históricamente un conjunto de ideas y de valores concernientes al orden político que han desempeñado la función de guiar el comportamiento público de los individuos. En este sentido, la utopía constituye una forma ideológica de discurso con valor teórico anticipatorio o, dicho en otras palabras, una exploración de largo alcance en torno a las posibilidades de transformación humana y social. En cuanto adelanta mejores formas de organización política, la utopía adquiere el cariz de docta spes: esperanza ilustrada y lúcida que suma la claridad del pensamiento con la viveza de la pasión.

De cualquier forma, difícilmente podemos rebatir a Wallerstein cuando apunta que, bajo el manto del polvo semántico de siglos, la utopía ha acumulado variados prejuicios que la dejan mal situada en los tiempos que corren. Bástenos recordar a este respecto la vinculación que algunos liberales, como Karl Popper, establecieron entre la utopía y los totalitarismos... por más que otros liberales, como John Rawls, la hayan rescatado como instrumento heurístico a últimas fechas. Es preciso reconocer el golpe de genio de Wallerstein: la utopística apela a nuestros sueños en un mundo más justo tanto como la utopía, pero (al menos en principio) nos ahorra la ingrata tarea de limpiar este segundo concepto del detritus acumulado en las batallas que sobre él libraron nuestros antepasados. Así que, en adelante (al menos, eso espero) me atendré al «examen riguroso de las alternativas históricas» y «el ejercicio de nuestro juicio enfocado a la racionalidad sustantiva de posibles sistemas históricos alternativos», basados en «la evaluación sensata, racional y realista de los sistemas sociales de los seres humanos, los límites de lo que aquéllos pueden ser y las zonas abiertas a la creatividad humana». No me digas utópico: llámame (respetable) utopístico.

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