miércoles, 31 de marzo de 2010

Ricky Martin, Foucault y el Armario

El día de ayer, Ricky Martin confesó públicamente su homosexualidad. Hoy, a escasas horas de la declaración, me he encontrado con varias docenas de comentarios (y alguna que otra broma homófoba) en torno ella. ¿Por qué suscita tanto interés un asunto que, en principio, parece tan exclusivamente íntimo? Me viene a la memoria el título del apartado introductorio del primer volumen de la Histoire de la Sexualité escrita por Michel Foucault: «Nosotros, los Victorianos». No parece exagerado afirmar que, en el plano moral, no hemos sido capaces de trascender el siglo XIX: con todas nuestras supuestas libertades sexuales, aún impera sobre nuestros espacios públicos la moral pacata de la edad de la hipócrita burguesía, como le llama el propio Foucault.

El sabroso escándalo que despiertan casos como el de Ricky Martin demuestra que las prácticas sexuales contemporáneas aún se encuentran lastradas por la hipótesis represiva, esto es, la idea de un gran mecanismo central destinado a decir que no en lo que atañe al ejercicio de nuestra sexualidad. El sexo supuestamente está circunscrito a la privacidad de las alcobas: es un tabú, un tema prohibido. Sin embargo, Foucault ha demostrado que, en realidad, la sociedad aspira constantemente a controlar y limitar tanto la sexualidad como cualquier discusión en torno a ella, de modo que, en los hechos, la represión provoca el discurso sexual para afianzar el control social sobre cada uno de nosotros.

Un ejemplo resultará sumamente útil para aclarar esta aparente paradoja. El sacramento católico de la reconciliación (esto es, la confesión) representa por excelencia a aquellas instituciones orientadas a incitar el discurso sexual en términos foucaultianos. La Iglesia es particularmente rigurosa en la proscripción del sexo y, precisamente por ello, persigue hasta en sus ramificaciones más ínfimas todas sus manifestaciones, correlaciones y efectos: algún jirón de un sueño, una imagen voluptuosa, una complicidad entre la mecánica del cuerpo y la complacencia de la mente: todo lo que concierne a la sexualidad debe ser relatado detalladamente al confesor.

Asimismo, la confesión puede ser entendida como una admisión de culpabilidad. Por un lado, esto implica que la acción confesada es un acto malvado, susceptible de castigo... un crimen, en el sentido más amplio de la palabra. Por otro lado, implica que algo puede ganarse mediante el reconocimiento del acto reprensible. Así, la confesión se convierte en una vía privilegiada hacia la verdad. Cuando se aplica al discurso sexual, el modelo de la confesión dispone que, cuando el pecador arrepentido admite la verdad de sus desviaciones, encuentra en este acto algún tipo de liberación. De ahí que la confesión se haya convertido en una de las técnicas más valoradas en el Occidente para la producción de la verdad: los  hombres y las mujeres occidentales son, tal como les califica Foucault, animales de confesión.

La importancia de la vinculación entre la sexualidad y el confesionario reside en que, al postular la idea de que el discurso sexual de alguna manera revela la verdad, al propio tiempo le convierte en una fuente de identidad. El  sexo supuestamente encierra la última verdad sobre nuestra persona (aquéllo que, en principio, permanece oculto a los demás) y, en este sentido, nos ofrece una mirada sobre nuestra más profunda e íntima realidad.

La confesión de Ricky Martin se inscribe en este marco inquisitorial, aún cuando sus protagonistas hoy en día sean asaz distintos. Actualmente, el ojo público de los paparazzi ha sustituido el rigor de los confesionarios... pero los efectos en uno y otro caso no son tan distintos. La llamada prensa del corazón, en última instancia, es un instrumento de comunicación social del ideario conservador:  a pesar de su aparente condescendencia con los libertinos de todo cuño, esta nueva Inquisición transmite al público un pliego de acusaciones encubierto, encaminado a poner en marcha los vetustos mecanismos de la condena social enraizados en las difusas nociones tradicionales sobre la virtud y el pecado. La lógica que norma a esta variante posmoderna de la confesión es impecable: la "transgresión" alimenta el escándalo, y el escándalo conviene a los índices de audiencia.

No debe extrañarnos entonces que Ricky Martin haya permanecido durante tanto tiempo en el armario, tal como se dice coloquialmente. Los personajes públicos cuya vida no se rige por los cánones del prejuicio ambiental acaban por verse forzados a sobrellevar una vida moral desdoblada: la autenticidad a la sombra, la moralidad rutinaria a la luz del día. Ahora que Martin ha hecho pública su preferencia, si realmente aspiramos a construir un mundo en que sea posible la igual libertad de todos, quizás nos competa guardar silencio. No sólo en el caso del cantante puertorriqueño, sino en el de todos aquéllos que se encuentren en su situación, cabe recordar que, como apunta John Stuart Mill en On Liberty, «la única parte de la conducta de cada uno por la que es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás», porque «sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano» y «su independencia es, de derecho, absoluta». Las acciones privadas de cada agente moral sólo atañen a su conciencia: a resultas de ello, sobre las prácticas sexuales entre adultos que consienten y aceptan realizarlas, sin dañar a terceros, los demás no tenemos nada que decir. Y punto en boca.

lunes, 29 de marzo de 2010

Los Hermanos Coen y la Fortuna Moral

Ha pasado menos de una hora desde que me quedé deslumbrado ante los créditos finales de A Serious Man (Ethan Coen & Joel Coen, 2009), y puedo anticipar que mi ánimo permanecerá subyugado por el embrujo de este relato durante las próximas semanas. A los pocos días de su estreno en México, uno de los críticos de cine del diario Reforma calificó a Larry Gopnik (interpretado por Michael Stuhlbarg), el profesor universitario de física que protagoniza la historia, como un Job posmoderno (o algo por estilo). Un buen amigo mío atacó sin miramientos esta lectura del filme: en la página web del periódico  asentó que semejante interpretación evidenciaba que el crítico en cuestión no le había comprendido en absoluto (maravillas de la red: desde el otro lado del Atlántico puedo dar seguimiento a las polémicas sostenidas en los más variopintos frentes por colegas a quienes, huelga decir, extraño profundamente). Aunque yo no quisiera llegar a la defenestración que mi amigo hizo del criterio de aquel periodista (creo firmemente que, a final de cuentas, los relatos pertenecen a cada uno de sus lectores), ciertamente también debo manifestar un radical desacuerdo con la equiparación entre Gopnik y Job.




Job acepta su destino pacientemente, en prueba de su fidelidad a la voluntad divina. Gopnik, por el contrario, busca desesperadamente una explicación que le ayude a asimilar los infortunios que se ciernen sobre su vida. Desde mi punto de vista, A Serious Man es una narración sobre la incertidumbre y la forma como los seres humanos, desde nuestra irremediable fragilidad existencial, lidiamos con ella. Desde los primeros minutos del filme, Gopnik explica en una de sus clases de mecánica cuántica la paradoja del gato concebida hacia 1935 por el físico austriaco (aunque nacionalizado irlandés) Erwin Schrödinger, quien proyectó un experimento formado por una caja cerrada y opaca que contiene un gato, una botella de gas venenoso, una partícula radiactiva con un 50% de probabilidades de desintegrarse en un tiempo dado y un dispositivo tal que, si la partícula se desintegra, rompe la botella... con la consecuente muerte del gato. De acuerdo a las leyes que rigen la mecánica cuántica, el sistema gato-dispositivo está inscrito en un entrelazamiento (Verschränkung), esto es, no puede separarse en sus componentes originales (el gato por un lado y el dispositivo por otro), a menos que se haga una medición sobre su conjunto.

Mientras no abramos la caja, el sistema (descrito por una función de onda) posee simultáneamente aspectos de un gato vivo y aspectos de un gato muerto o, dicho en otras palabras, sólo podemos predicar sobre la potencialidad del estado final del gato. ¿Por qué no abrir la caja, entonces, para resolver definitivamente la duda? En realidad, poco adelantaríamos con  esto: la sola acción de observar modifica el estado del sistema a tal grado que percibimos un gato vivo o un gato muerto. Por tanto, la pregunta (crucial a todos los efectos) sobre la vida o muerte del gato sólo puede responderse probabilísticamente.





Larry Gopnik -al igual que cualquiera de nosotros, parecen insinuar los hermanos Coen- es como el gato dentro de la caja opaca: un juguete en las garras de la incertidumbre, vivo y muerto a la vez... hasta que el observador determina su destino (algo que, por supuesto, los Coen no conceden al espectador). Las consecuencias éticas que siguen a la aceptación de esta idea son sencillamente devastadoras: la concepción tradicional (o, mejor dicho, kantiana) de la agencia moral, en cuanto capacidad de actuar intencionalmente (es decir, reflexiva y autónomamente), parece negar cualquier relevancia al azar. No obstante, la realidad también impone exigencias sobre la agencia moral. Bajo ciertas circunstancias, puede ocurrir que el sujeto se encuentre arrojado a una situación tal que su agencia discurra bajo condiciones tan desafortunadas que le constituyan definitivamente en heterónoma.

En su libro de 1981 titulado, precisamente, Moral Luck, Bernard Williams plantea un novedosa tesis moral fundada sobre dos reflexiones: primero, que la moralidad tiene que ver con los proyectos de vida y no simplemente con las acciones instantáneas; segundo (¡ay, Kant, qué dolor!), que el éxito de tales proyectos y, por tanto, la intervención de la fortuna, forman parte también de la consideración moral. Williams, por supuesto, distingue también entre aquellos casos de mala fortuna que son extrínsecos a un proyecto de vida (como los accidentes e infortunios), y aquéllos que son intrínsecos y determinan de forma interna su éxito o fracaso. La larga trayectoria vital es la unidad de medida que rige el programa filosófico de Williams: necesitamos buena suerte no para realizar exitosamente tal o cual acción (como si nuestra vida se constituyera por una serie concatenada de juegos de lotería), sino para el conjunto de una vida que verdaderamente podamos llamar nuestra, construida no sólo por intenciones atómicas y desconectadas (hic et nunc), sino por complejas decisiones que contribuyen a la constitución de proyectos dotados de actitudes persistentes, de una coherencia básica que dota de unidad a nuestro itinerario existencial personal. Pensemos, por ejemplo, en las personas sacrificadas en los campos de exterminio nazis: ¿acaso su existencia no fue un mero discurrir ciego entre el marasmo incomprensible del contexto histórico en que tuvieron la mala fortuna de existir? ¿no son sus vidas rotas una prueba irrefutable de los temores expresados por Borges en El Aleph, cuando afirma que «un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino»?

Las teorías del contrato social presuponen implícitamente una buena fortuna básica para la agencia humana. En la fundación originaria de la civitas están presentes individuos reflexivos y autónomos, que eligen los principios de justicia que habrán de regir su convivencia bajo condiciones de razonabilidad, sin que para estos efectos guarde relevancia el hecho que la situación originaria sea descrita como un desorden violento o una paradisíaca convivencia pacífica. Desde la perspectiva contractualista, los constituyentes de la sociedad son seres capaces, agentes fundamentalmente libres. No obstante, esta ficción filosófica lleva en sí la huella de la ingenua idea ilustrada del progreso. Después de Auschwitz y Hiroshima, tenemos la responsabilidad histórica de admitir que existen determinadas coyunturas en las que las condiciones originarias del contrato social son imposibles, sin que ello implique un retorno al estado de naturaleza: antes bien, se trata de una degeneración del estado social que degrada absolutamente la autonomía.

A Serious Man nos recuerda que, bajo ciertas circunstancias, nuestra vida puede convertirse en una imposición pura de la incertidumbre, de modo que el sometimiento a sus designios constituya nuestro único horizonte moral. La construcción de Utopía, bajo este supuesto, es más exigente que lo que hubiésemos supuesto inicialmente: para alcanzarla, necesitamos asegurar las condiciones de nuestra buena fortuna moral (mediante un conocimiento verdadero acerca de cómo son nuestras circunstancias, la formación de deseos adecuados a nuestras necesidades derivadas de ellas, y la correcta coordinación entre uno y otros), en forma tal que podamos preservar a la postre nuestro potencial para llegar a ser todo aquéllo que nuestro anhelo haya proyectado. Un primer paso para conseguir esto -aunque suene a cliché- consiste en defender, como cuestión de principio, los presupuestos básicos de la democracia liberal. Aún ante la adversidad, Larry Gopnik (y cada uno de nosotros) puede encontrar un itinerario propio, autónomo e independiente siempre que el medio social y político se construya en forma tal que potencie y posibilite la realización de los diferentes planes de vida de los individuos, en vez de anularlos. Al menos en esto, aún reconociendo nuestra indefensión respecto a la elemental incertidumbre existencial, podemos influir...

viernes, 26 de marzo de 2010

Crónica de una Conferencia Heterodoxa

En 1998, The New York Times incluyó a Kate Millett (1934, St. Pauls, Minnesota) en un listado de los diez personajes que ejercieron mayor influencia sobre el curso del siglo XX. Sexual Politics (1969), su obra más difundida, es efectivamente un texto imprescindible del feminismo: una tesis doctoral cuya claridad expositiva y sustrato revolucionario le valieron un merecido reconocimiento del público, que rápidamente le alzó hasta el paraninfo de los best-sellers. En ella, Millett realiza un análisis sistemático del patriarcado, esto es, del modelo de dominación en virtud del cual «una mitad de la población (es decir, las mujeres) se encuentra bajo el control de la otra mitad (los hombres)», mismo que se apoya sobre dos principios fundamentales: «el macho ha de dominar a la hembra, y el macho de más edad ha de dominar al más joven» (Sexual Politics, Londres, Rupert Hart Davis, 1971, p. 25).

La originalidad de Millett reside en haber identificado el patriarcado como un sistema de dominación básico, sobre el que se asientan otras formas de opresión (por ejemplo, aquéllas fundadas en la raza o la clase). Una vez evidenciado esto, no se precisa ser un genio para sumar dos más dos: una auténtica transformación de las injustas estructuras políticas y sociales vigentes exige la supresión de sus fundamentos patriarcales.  No debe extrañarnos entonces que, tras la publicación de Sexual Politics, Millett fuese calificada por la revista Time como «la Mao Tse Tung de la liberación de la mujer». Pues bien: he aquí que, el día de ayer, en la sede del Instituto de la Mujer situada en la Calle Condesa del Venadito 14 (Madrid),  Millett dictó una conferencia titulada "Lo Personal es Político: 40 Años Después"...  y yo tuve la fortuna de asistir (véase, al calce de esta nota, el tembloroso documento gráfico con el que pretendo guardar memoria del evento).

Sexual Politics es un libro que abreva en los más diversos saberes: la antropología, la economía, la historia, la psicología o la crítica literaria. La conferencia ofrecida por Millett el día de ayer igualmente hizo patente el talante auténticamente renacentístico de su autora: su temática abordó desde la violencia doméstica y las guerras imperiales actualmente sostenidas por los Estados Unidos de América hasta Homero, Geoffrey Chaucer y Cicerón. El título elegido por Millett alude a uno de los lemas de batalla del feminismo radical: Personal is Politics. Cuando Carol Hanisch acuñó esta consigna en el año de 1969, pretendía aludir al desequilibrio provocado en las relaciones de género por el hecho de que sean catalogados como problemas personales ciertas cuestiones que realmente atañen a la esfera pública: por ejemplo, el trabajo doméstico o la libertad sexual. No obstante, igualmente cabe dotarle de un sentido más amplio, que afecta profundamente cualquier ejercicio de hermenéutica utópica: ninguna lectura está exenta de pre-juicios porque inevitablemente teñimos los horizontes desde los cuales realizamos la interpretación de cuanto nos rodea con matices provistos por las experiencias coleccionadas en nuestras biografías.

Congruente con esta visión sobre las relaciones de poder, Millett hizo un irónico recuento autobiográfico no sólo de su tránsito por las filas del feminismo, sino también de las implicaciones personales que le ha acarreado el propósito de vivir su vida como mejor le ha venido en gana (incluida su reclusión en un hospital psiquiátrico, relatada con mayor detalle en The Loony-Bin Trip). A medida que desgranaba las palabras, las lecciones de vida se sucedían. Mejor dicho, la lección: sólo la vida es importante. Las ideologías que nos inducen a descalabrar al prójimo que no comparte nuestra visión del mundo no valen la pena: por ellas sacrificamos nuestra felicidad y, peor aún, forzamos a otros a sacrificar la suya. Pese a todos los avances tecnológicos contemporáneos, todo cuanto puede ser dicho sobre las relaciones entre hombres y mujeres está compendiado en la colección de relatos de Geoffrey Chaucer, The Canterbury Tales (s. XIV). Si no hemos avanzado desde entonces, es porque la revolución no debe reducirse a una mera reestructuración política o económica, sino que ha de trascender estos objetivos mediante una verdadera reeducación y maduración de la personalidad. La tarea que tenemos por delante hombres y mujeres es aprender a vivir, en igualdad, felices. Después de todo, como ya lo dijera  Cicerón: Qui enim citius adulescentiae senectus quam pueritiae adulescentia obrepit (De Senectute). ¡Cuán más rápidamente roba (tiempo) la vejez a la juventud, que la juventud a la infancia! Si transitamos por la vida tan vertiginosamente, ¿qué sentido tiene amargárnosla, y hacer lo propio con quienes nos rodean?

La mayor parte de las asistentes quedaron encantadas con el heterodoxo discurso de Millett, aunque también hubo alguna que otra inconforme (me expreso enteramente en femenino porque en un auditorio abarrotado por mujeres sólo estábamos presentes nueve o diez hombres... ¿por qué será?). «¿A qué hora va a tratar los derechos de la mujer?», preguntaba, molesta, una joven que escuchaba la conferencia de pie, justo a mi lado. Quizás se deba a mi ceguera masculina, pero me parece que Millett no hizo sino encuadrar la problemática feminista en la simple complejidad (oxímoron inevitable) de la vida entera. «La lucha por el cambio puede llevarse a cabo por medios más inteligentes y creativos que las manifestaciones, como la creación artística», afirmó Millett, porque «la belleza convierte este mundo en un lugar más habitable». Hacer del mundo una obra de arte... ¿puede el feminismo formular una demanda más radical, cuando desde Aristóteles la justicia ha sido percibida como la más perfecta de las virtudes, dado que ni la estrella vespertina ni el lucero del alba son tan admirables?




Posdata

He aquí algunas lecturas recomendables para saber más sobre Kate Millett, sin necesidad de recurrir a lo clásico (esto es, a su página en Wikipedia):


miércoles, 24 de marzo de 2010

Lux Aurumque

Lux Aurumque: luz de oro. Eric Whitacre inaugura la primavera (afirmación que, reconozco, sólo es aplicable a quienes deambulamos por aquel fragmento de la superficie del globo terrestre que el pasado domingo dejó atrás, aunque sea para los meros efectos del calendario, un invierno particularmente crudo) con el primer "capítulo" de un coro virtual, integrado por 185 voces provenientes de 12 países. Los cantantes hicieron interpretaciones aisladas de sus respectivas partes, mismas que posteriormente fueron combinadas para crear el coro completo.





La música es la más utópica de las artes. Tal como apunta Ernst Bloch: «En la música hay algo superador e inconcluso que ninguna poesía puede satisfacer, a no ser la poesía que la música puede desarrollar de su seno» (Sujeto-Objeto: Comentarios sobre Hegel). El sonido expresa cuanto es mudo en nosotros, la necesidad de colmar armónicamente la inmensidad y el vacío de nuestra alma. Fiel a esta vocación, el coro de Whitacre anticipa el sustrato utópico del cosmopolitismo auténtico: anuncia la luz aúrea de un mundo post-nacionalista y post-tribal, una luz que alienta en el horizonte más lejano (¡bástenos atestiguar un partido internacional de fútbol para constatar la lejanía de este ideal!) y que, sin embargo, también arde en el cercano e íntimo anhelo de una fraternidad  humana que, a la postre, trascienda y disuelva no sólo las fronteras, sino nuestra más profunda soledad existencial.

martes, 23 de marzo de 2010

Llámame utopístico

Algunos años después de que, en un ejercicio de autocrítica radical, haya eliminado mis dos primeros blogs (cuya breve vida apenas se extendió entre los últimos meses del 2005 y los subsecuentes primeros del 2006... sobre ellos podríamos afirmar por tanto que, al igual que el atribulado ensueño de Rubén Darío, murieron tristes y pequeños: faltos de fe y, sobre todo, faltos de luz), vuelvo a los senderos antes transitados e inauguro este tercer espacio. Comienzo estas renovadas andaduras por la red con una breve nota, henchida de intencionalidad groseramente didáctica: ¿de dónde viene el título que he elegido en esta ocasión?

El adjetivo utópico, según refiere el (¿realista?) Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia está referido a lo «perteneciente o relativo a la utopía», sustantivo que a su vez define como un «plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación». En forma análoga, el Merriam-Webster Dictionary, aunque más preciso en la determinación semántica del vocablo, no le dota en conjunto de connotaciones más halagüeñas:


Utopia
Pronunciation: \yu-ˈtō-pē-ə\

Function: noun

Etymology: Utopia, imaginary and ideal country in Utopia (1516) by Sir Thomas More, from Greek ou not, no + topos place

1 : an imaginary and indefinitely remote place



2 often capitalized : a place of ideal perfection especially in laws, government, and social conditions



3 : an impractical scheme for social improvement


En vista de semejantes definiciones, parece legítimo huir de la utopía como reclama la prudencia con relación a cualquier mal asunto: en este caso, un ejercicio propio de ilusos imprácticos o ideáticos perfeccionistas. ¿Cómo conservar, entonces, el talante utópico sin perder el glamour académico y/o político? Un recurso siempre apreciado para este tipo de onanismos diletantes consiste en introducir una distinción precisamente ahí donde nunca ha existido. Con este ánimo me he decidido, inspirado por Immanuel Wallerstein, a distinguir entre utopia y utopistics (con perdón de la cita en inglés): «Utopistics is the serious assessment of historical alternatives, the exercise of our judgment as to the substantive rationality of alternative possible historical systems. It is the sober, rational, and realistic evaluation of human social systems, the constraints on what they can be, and the zones open to human creativity» (Utopistics: Or, Historical Choices of the Twenty-First Century, pp. 1-2).
 
La utopística, entonces, abre la realidad al impulso transformador de la inventiva humana. ¡La indispensable novedad para hacer frente al siglo XXI!... ¿o no es así? Curiosamente, la reelaboración de la noción de utopía propuesta por Wallerstein no escapa a la ambigüedad que Thomas More originalmente imprimió a esta palabra, acuñada en 1516 con ánimo irónico, como un juego de palabras en griego. El término utopía, en efecto, comprende dos significados. Habitualmente y en un sentido amplio, se ha convenido en remontar sus raíces a las voces griegas ού (no) y τόπος (lugar), esto es, el lugar que no existe. Sin embargo, el prefijo puede intercambiarse también por la raíz ευ (bueno), con lo cual el τόπος designado adquiere un sentido totalmente distinto: el buen lugar. Es imposible suprimir esta ambigüedad sin adulterar al propio tiempo su campo semántico, que oscila entre el no-lugar (porque no es ahora, pero puede ser mañana) y el buen lugar (porque, ahora o mañana, debe ser). La fluctuación entre ambos extremos produce la impresión de improbabilidad característica del discurso utópico.

Improbable, empero, no significa engañoso o irreal. Considerado como tradición del pensamiento político, el utopismo ha estructurado históricamente un conjunto de ideas y de valores concernientes al orden político que han desempeñado la función de guiar el comportamiento público de los individuos. En este sentido, la utopía constituye una forma ideológica de discurso con valor teórico anticipatorio o, dicho en otras palabras, una exploración de largo alcance en torno a las posibilidades de transformación humana y social. En cuanto adelanta mejores formas de organización política, la utopía adquiere el cariz de docta spes: esperanza ilustrada y lúcida que suma la claridad del pensamiento con la viveza de la pasión.

De cualquier forma, difícilmente podemos rebatir a Wallerstein cuando apunta que, bajo el manto del polvo semántico de siglos, la utopía ha acumulado variados prejuicios que la dejan mal situada en los tiempos que corren. Bástenos recordar a este respecto la vinculación que algunos liberales, como Karl Popper, establecieron entre la utopía y los totalitarismos... por más que otros liberales, como John Rawls, la hayan rescatado como instrumento heurístico a últimas fechas. Es preciso reconocer el golpe de genio de Wallerstein: la utopística apela a nuestros sueños en un mundo más justo tanto como la utopía, pero (al menos en principio) nos ahorra la ingrata tarea de limpiar este segundo concepto del detritus acumulado en las batallas que sobre él libraron nuestros antepasados. Así que, en adelante (al menos, eso espero) me atendré al «examen riguroso de las alternativas históricas» y «el ejercicio de nuestro juicio enfocado a la racionalidad sustantiva de posibles sistemas históricos alternativos», basados en «la evaluación sensata, racional y realista de los sistemas sociales de los seres humanos, los límites de lo que aquéllos pueden ser y las zonas abiertas a la creatividad humana». No me digas utópico: llámame (respetable) utopístico.