viernes, 3 de mayo de 2013

La (Ir)responsabilidad Matemática del Oráculo Económico

 
La historia que voy a contarles comenzó en el año 2009, cuando Carmen Reinhart y Kenneth Roggof publicaron un celebrado libro que lleva por título This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly. Reinhart y Roggof definen en esta obra el síndrome de «esta es vez es distinto» que suele preceder a las crisis financieras.  Dicho síndrome está referido a la creencia equivocada de que cierta combinación de factores deja sin efecto las leyes de la inversión.  Quienes se dejan arrastrar por el síndrome de «esta es vez es distinto», apuntan Reinhart y Roggof, perciben las crisis financieras como algo que les sucede a otros, en otros países, en otras épocas... pero que no puede ocurrir aquí y ahora.
 
La publicación del libro fue extremadamente oportuna (recordemos que el detonante de la crisis que padecemos hoy en día, la quiebra de Lehman Brothers, tuvo lugar el 15 de septiembre de 2008), de modo que el prestigio de Reinhart y Roggof como expertos en materia de crisis resultó considerablemente fortalecido. Así, a principios de 2010, Reinhart y Roggof difundieron un artículo titulado «Growth in a Time of Debt» que pretendía identificar un umbral crítico para la deuda pública. Una vez que la deuda supera el 90% del producto interior bruto, afirmaban, el crecimiento económico cae en picado. 
 
El artículo se publicó justo después de que Grecia entrase en crisis, de modo que adquirió fama inmediatamente y se convirtió en la biblia de los defensores de los programas de austeridad y los recortes presupuestarios. La tesis de Reinhart y Roggof, que desde una perspectiva científica no es sino una mera hipótesis que debía ser contrastada con otras, adquirió el carácter de un hecho incontrovertible hasta que un estudiante de la Universidad de Massachusetts llamado Thomas Herndon, con el apoyo de dos profesores suyos -Michael Ash y Robert Pollin- analizó la hoja de cálculo utilizada originalmente por Reinhart y Roggof y descubrió  que, además de omitir algunos datos, habían cometido un error de codificación en Excel. Herndon hizo público su descubrimiento, tras lo cual Reinhart y Roggof se vieron orillados a admitir el error que habían cometido, aunque insistieron en defender las conclusiones a las que llegaron en el polémico artículo.
 
En realidad, lo que digan Reinhart y Roggof a toro pasado para justificar la vergonzosa pifia que Hendron exhibió en su trabajo académico es irrelevante. No lo es, en cambio, que su opinión haya sido canonizada por múltiples actores políticos como coartada para desatender las necesidades de quienes son más vulnerables en el propio contexto de la crisis: los desempleados, los enfermos, los jubilados. La semana pasada, Paul Krugmann irónicamente designó la crisis actual como «la depresión del Excel» debido al tragicómico giro que le ha impreso el rol que Reinhart y Roggof jugaron en ella. Creo que este nombre es muy afortunado, y confieso que me gustaría que sobreviviera a la marea diaria de información para que permanezca como señuelo para alertar la memoria respecto a los peligros de convertir a simples y mortales economistas en oráculos por cuyo conducto se manifiesta la voz divina.
 
Mientras nos alcanza ese futuro soñado en que aquellas opiniones de los economistas que agradan a los políticos en turno serán científicamente contrastadas, me gustaría dejar en el tintero, a modo de despedida, tres preguntas: ¿A quién exigimos ahora la responsabilidad por el desastre social y económico que causó un error matemático en Excel? ¿Cómo compensar las vidas destrozadas por un artículo académico amañado y erróneo? ¿Alguien tendrá la decencia de dar un paso adelante y, cuando menos, pedir disculpas por lo ocurrido? Desde ahora, ya podemos adelantar unas respuestas tentativas: nadie se hará responsable, el daño causado es irreparable, y no escucharemos disculpa alguna.

jueves, 2 de mayo de 2013

Coo-ee!... A Modo de Despedida de la Red Social

Coo-ee (pronúnciese cuu-í) es un sonido icónico de Australia. Su origen se remonta a la lengua Dharug o Iyora -ahora extinta- que hablaban los aborígenes en los alrededores de Sydney. Los colonos blancos la tradujeron como "come here": ven aquí. Coo-ee es el grito agudo y prolongado que emiten quienes se extravían en la maleza que cubre la inmensidad del territorio australiano. El sonido de este llamado puede atravesar varios kilómetros de distancia. Cada coo-ee espera otro coo-ee que ayude a quien ha perdido el rumbo a encontrar el camino de vuelta. Coo-ee, por tanto, es un llamado al vacío que entraña la invitación a una respuesta. Coo-ee: llévame hacia ti, haz que mis oídos encuentren el camino que mis ojos y mis pasos han perdido. Coo-ee: ven aquí, vuelve a nosotros, no permitiremos que la espesura te devore y te sepulte en el olvido.
 
 
 
 
Durante dos años participé activamente en el pequeño rincón que reservé para mi persona en Faceboook. La experiencia fue interesante e instructiva: la red social me parece un inmenso amplificador de un llamado coo-ee nacido desde la misma médula de la soledad que es el legado y el signo de estos días. El problema, creo yo, radica en que la soledad ya no sabe estar sola, sino que viene multitudinaria y turbiamente habitada. Millones de egos unidos por fibra óptica han transformado la soledad en una ilusión de vínculos humanos.
 
A fin de cuentas, yo soy un hijo de mi tiempo. Los pensamientos que regularmente rondaban mi soledad, por obra y virtud de Facebook, encontraron un foro para asomarse al mundo. Fue así como mi soledad comenzó a poblarse y se convirtió en un animal extraño, ajeno, híbrido. Necesito conocer esta nueva soledad, así como reconocerme en ella. Creo entonces que me ha llegado el momento de asimilar lo que he aprendido en la red social, para lo cual es preciso que tome distancia y me aparte de ella.
 
Hasta luego, Facebook. A los amigos y las amigas a quienes ya no veré en ese espacio virtual les aseguro que, si quieren encontrarme, basta con que me busquen al grito de coo-ee. Prometo que yo he de replicar a su llamado con otro potente coo-ee porque, como célebremente sostiene Julio Cortázar en Rayuela,  sabemos que andamos sin buscarnos, pero sabemos también que andamos para encontrarnos. 

lunes, 29 de abril de 2013

Casi dos años después


 

Heme aquí, prácticamente dos años después, volviendo a las andadas. Creo que, tras tan prolongada ausencia, lo mejor para refrescar la memoria será recordar el sentido y alcance del término utopística, que estructura e informa cuanto se escribe en esta bitácora. La utopística, según Immanuel Wallerstein (quien acuñó el término en su obra titulada Utopistics: Or Historical Choices of the Twewnty-First Century), consiste en «la evaluación seria de las alternativas históricas, el ejercicio de nuestro juicio en cuanto a la racionalidad material de los posibles sistemas históricos alternativos». Dicho en otras palabras, la utopística persigue «la evaluación sobria, racional y realista de los sistemas sociales humanos y sus limitaciones, así como de los ámbitos [de la realidad] abiertos a la creatividad humana». La utopística, consecuentemente, no trata de desvelar  «el rostro de un futuro perfecto (e inevitable), sino el de un futuro alternativo, realmente mejor y plausible (pero incierto) desde el punto de vista histórico».
 
En realidad (como lo expresé en la entrada inaugural de este blog), aquello de reconocerse utopístico, en el fondo, no es sino permanecer fiel al espíritu de los viejos utopistas que, al transitar por los paradójicos senderos de la esperanza, siempre han teñido sus proyectos de un mundo mejor con sendas dosis de realismo y -así lo hacen los más sagaces, desde mi punto de vista- un lúcido pesimismo militante. No hay utopía posible en la medida en que seamos incapaces de reconocer que este mundo está lejos de ser medianamente bueno y tolerable. De modo que, quienes se acerquen a estas páginas, ya saben a qué se atienen. Llámenme (de nueva cuenta) utopístico.
 
PD. Para los lectores de habla castellana, la traducción de la obra de Immanuel Wallerstein previamente mencionada puede consultarse en el sitio web del Instituto Provincial de la Vivienda de Mendoza, Argentina. Por qué se interesa dicha institución en difundir textos filosóficos, no me lo pregunten (aunque, desde mi desconcierto, aplaudo la decisión). Y luego vienen los (supuestos) realistas a negar que la realidad es más extraña que la ficción.
 
 
 
 

 
 

 
 
 

 
 

jueves, 20 de octubre de 2011

El Peor de los Meheecans

El pasado 12 de octubre se transmitió el noveno episodio de la decimoquinta temporada de la serie animada South Park, titulado "The Last of the Meheecans" (pronúnciese me-ji-cans). El relato en cuestión es una delicia humorística que enfila sus baterías contra la hipócrita política migratoria de los Estados Unidos. Quienes se encuentren en dicho país pueden disfrutarlo en línea en la página web de la aludida serie televisiva. El resto del mundo puede igualmente acceder al episodio en cuestión mediante una rápida visita al blog Latin South Park.

En México,  la prensa se ha volcado en comentar la   aparición (obviamente, caricaturizada) del presidente Felipe Calderón en la serie. Entre otros medios, los diarios Milenio y El Universal, así como el blog Animal Político han publicado alguna nota al respecto. No obstante, pese a que me causa pesar contrariar a tantos y tan diversos comunicadores, desde mi punto de vista la constitución de Calderón en personaje de South Park es meramente anecdótica. En cambio, además de la aludida crítica al discurso estadounidense sobre la migración latinoamericana (que conste que no me refiero sólo a la mexicana), me pareció especialmente relevante la supuesta sorpresa que expresan los caricaturescos telediarios de South Park ante la manifestación del "orgullo mexicano".

Evidentemente, Trey Parker -guionista y director de "The Last of the Meheecans"- pretende corroer con su ácido e irreverente humor el eterno provincialismo de los Estados Unidos, capaz de reconocer las salsas mexicanas pero ciego ante el vehemente nacionalismo de sus vecinos del sur, ocupados como están los gringos en la autocomplacencia que constituye la llamada land of the brave en el mismísimo paraíso terrenal. Y ya que hemos tocado el tema de los nacionalismos absurdos, justamente unos días atrás tuve noticia de un vídeo en el que, desde la tribuna universal de YouTube, un empresario mexicano-japonés escarba sobre uno de los más viejos tópicos del nacionalismo del país que me vio nacer: México, se dice, es una nación grande y los mexicanos lo son aún más, pero necesitan esforzarse en ser como los japoneses para alcanzar el destino que les ha sido prometido. Imagino que los lectores que no sean mexicanos -y alguno que otro de mis compatriotas- encontrará este aserto tan absurdo que sin duda pensará que estoy bromeando. Por desgracia, no es así. Tanto yo como el empresario mexicano-japonés hablamos absolutamente en serio. A las pruebas me remito.




Tras escuchar este apasionado discurso, me embargó una perplejidad inenarrable. Los deseos de reír y llorar me asaltaban alternativamente y en idéntica medida. Por una parte, reconozco que este empresario tan amante de México cuando menos ha podido vislumbrar que la arrogancia de las oligarquías ha convertido al país en un polvorín. Hay una implacable sensatez en su llamado: "Amigos oligarcas, si queremos seguir disfrutando de nuestros privilegios, tenemos que resignarnos a cagar en los mismos baños que nuestros trabajadores y, mejor aún, a velar porque siempre estén limpios". No obstante, para la desgracia de nuestro nacionalista orador, puedo prever que sus colegas oligarcas no prestarán la menor atención a sus palabras. Harán circular el vídeo por correo electrónico y lo difundirán en sus respectivos perfiles en Facebook, pero conservarán sus perfumados y excluyentes cuartos de baño (esperando, eso sí, que sean otros oligarcas quienes pongan en práctica el consejo).

Admito, entonces, cierta sensibilidad pragmática en este hijo de México. Sin embargo, por otra parte me he preguntado cuáles son los alcances del principio en el que, según nuestro mexicanísimo emprendedor, está fundada la honestidad del pueblo japonés: "si no es tuyo, entonces es de alguien". A esta regla de oro habremos de sumar la exigencia que formula para trascender "lo ordinario", aquello que (con cierto asquito) identifica con la jornada laboral de ocho horas: "dar el extra" que hace asequible lo extra-ordinario supone, desde su punto de vista, "ponerse la camiseta" (de la empresa, por supuesto). Claro que el razonamiento que subyace al discurso omite las preguntas marginales, esas que quedan en el silencio de lo implícito: ¿cuál es el origen de la propiedad que presuntamente reclama nuestro respeto sacramental? ¿merecen idéntica consideración los bienes públicos que benefician a todos los ciudadanos (como los paraguas del ejemplo con el que inicia la homilía) que la propiedad acumulada, digamos, mediante la especulación financiera? ¿Qué significa "ponerse la camiseta" de una empresa? ¿La empresa que exige "el extra", superar la jornada de ocho horas (concreción práctica de las "gotitas de estudio y trabajo" que tan tiernamente se reclaman) para convertir a México en la potencia mundial que supuestamente puede llegar a ser, será igualmente solidaria cuando sus trabajadores estén enfermos o hayan envejecido? ¿Serán las empresas quienes velen por las familias de sus trabajadores mientras éstos revientan y dejan la vida en pos de la presunta grandeza de México? ¿Se satisfacen las exigencias de la igualdad con la proporción de siete a uno en el reparto de la riqueza producida que propone este honesto empresario? ¿Acaso en esa proporción de siete a uno no van implícitas las ganancias que, según se nos dice, los empresarios japoneses no perciben en los primeros veinte años de operación de sus negocios? (admito también que estas dos últimas  interrogantes deben tomarse con una pizca de sal... lo cierto es que moderar  los rendimientos del capital es un consejo  sensato para la oligarquía mexicana, lo mismo que la exhortación a comenzar la jornada antes que los trabajadores y a concluirla después que ellos... pero, dada su  inherente prudencia, supongo  que uno y otra serán  olímpicamente ignorados). 

El cuento con el que concluye el discurso me parece particularmente perverso. ¡Qué noble y gentil gorrioncillo! ¡Qué cabrón y malvado elefante! Venga, meheecans: sacrifiquen su vida "por simple lealtad" a la maravillosa tierra que tan felices los ha hecho. Tierra de oportunidades: en el 2008, 18.2 millones de mexicanos vivían en condiciones de pobreza alimentaria. El Banco Mundial asegura que en América Latina se produjeron 8.3 millones de nuevos pobres producto de la crisis mundial del 2009; de éstos, la mitad corresponde a México. Esto significa que el número actual de mexicanos en condiciones de pobreza alimentaria podría ser, de acuerdo con esa información, de 22.3 millones. Tierra de cultura milenaria: el 94% de los municipios del país carece de librerías, y el índice de lectores de libros es uno de los más bajos de América Latina. Tierra de apasionado compromiso con las causas justas: según la Universidad Johns Hopkins, México tiene uno de los porcentajes más bajos del mundo de población activa ocupada en organizaciones civiles (0,04% en México; más del 2% en Perú y Colombia).

La muerte del gorrioncillo, dice el orador, habrá cobrado sentido en la medida en que al arriesgar su vida conmueva a Dios, quien en vista del abnegado sacrificio de la pequeña ave abrirá las compuertas de las mezquinas nubes y así apagará el incendio. Este final, empero, me parece poco probable. Yo seré el peor de los meheecans, pero no puedo evitar plantearme la hipótesis de que Dios no se conmueva y, consecuentemente, la esperada lluvia no sosiegue las llamas. También me imagino el final que Oscar Wilde hubiese dado al relato del empresario mexicano-japonés: el gorrión, a medio chamuscar, ciertamente concitaría la piedad de Dios. El fuego sería sofocado por una torrencial lluvia. Entonces volvería corriendo el elefante que, en la exaltación del retorno al feliz hogar que tanto le había permitido engordar, aplastaría al gorrioncillo, parcialmente sepultado en el lodo porque las llamas le habrían privado de las alas. Puesto que siempre es necesario que algún animalito se constituya en la víctima propiciatoria que asegure la divina compasión, el elefante inventaría un nuevo cuento: "Había una vez un bosque en el que llovió tanto, tanto (porque, según cuentan los más viejos entre los viejos, Dios intentaba apagar un incendio), que los ríos se desbordaron... todos los animales huyeron, pero un ratoncito tomó dos granitos de arena y, nadando contra la corriente, intentó oponer un dique a la furia de las aguas... pasó entonces un chacal, y le preguntó: '¿Ratoncito, no ves que te vas a ahogar? ¡Corre a las tierras altas, como hacemos todos los demás?' Y el ratoncito respondió: '¡No importa que me ahogue, porque este bosque me lo ha dado todo!'"... etcétera, etcétera. Ya  conocen ustedes el final. ¡Qué dulce, enternecedor ratoncito! ¡Qué hijo de puta es el chacal!

Pues yo, como Cyrano de Bergerac, diré al cuentista: Non, merci. Ni quiero ser gorrioncillo, ni me apetece convertirme en ratoncito. Lo dicho. Soy el peor de los meheecans.

PD. Curándome en salud, he de advertir a todos aquellos que ansían gustosamente correr la suerte del gorrioncillo y/o el ratoncito, que respeto sus apegos: sólo les ruego que no intenten persuadirme para que los comparta. A los elefantes y los chacales, les encargo que presenten mis más cordiales saludos a su progenitora. Al empresario mexicano-japonés, lo felicito. Me imagino que los trabajadores de su empresa disfrutarán de baños limpios y trabajarán jornadas de quince horas para mayor grandeza de la patria. Es usted un monstruo del capitalismo (interprete esto como elogio... o como lo prefiera).

martes, 19 de julio de 2011

Tantas Preguntas, Tan Pocas Respuestas

Algunos minutos atrás, dejé por un momento la traducción en que he invertido mi tiempo esta tarde y, para despejar mi mente por un momento del trabajo, he repasado los titulares de la prensa en las páginas web de diversos medios españoles y canadienses. Aunque sin duda heriré alguna susceptibilidad nacionalista, confieso que los periódicos mexicanos únicamente los miro una vez a la semana: primero, porque hasta donde alcanza mi memoria, el recuento del diario acontecer realizado desde los medios mexicanos suele prestar nula atención a cuanto sucede en el resto del mundo (en nahuátl, la voz México significa "ombligo de la luna", y ciertamente pocos países viven tan absortos en la contemplación de su ombligo, como aquel que me vio nacer); y segundo, porque los titulares mexicanos se han transformado a lo largo de los últimos años en un recuento de ejecuciones, asesinatos, violaciones y torturas sobre el que poco puede comentarse, salvo insistir en la patente imbecilidad de atacar el consumo de drogas como una cuestión de seguridad pública en vez de evaluarlo como un problema de salud, algo que ya he discutido en este blog, por ejemplo, cuando comenté las opiniones de Joaquín Sabina y Vicente Fox en torno a la estrategia seguida por la presente administración mexicana respecto al consumo de narcóticos, o cuando contrasté el posicionamiento del gobierno de Barak Obama con el de aquel presidido por Felipe Calderón con relación al mismo problema.

En fin: esa es harina de otro costal, y ahora mismo no me apetece revolcarme de nuevo en esos barrizales. De modo que, volviendo a mi (frustrado) momento de solaz durante la jornada laboral, reconozco que leer la prensa con miras a relajarse es una soberana estupidez. Ignoro qué tenía en la cabeza cuando la idea me cruzó por la mente. Es imposible tranquilizarse cuando, al margen de otros horrores bélicos, ecológicos y sociales, uno se entera que, por un lado, la crisis fiscal del euro continúa acentúandose (con España e Italia en el punto de mira de los especuladores) y, por otro, la situación en la otra orilla del Atlántico no es mejor en vista de las dificultades a las que se ha enfrentado Obama para conseguir que ciertos recalcitrantes miembros del Partido Republicano autoricen a su administración un incremento en sus límites de endeudamiento con miras a satisfacer sus necesidades inmediatas de liquidez.

Uno lee los titulares sobre la crisis y reconoce que ha sido lo suficientemente afortunado como para sobrellevarla con la seguridad de un empleo, techo y tres comidas diarias, pero al mismo tiempo vislumbra el barrunto de una espantosa tormenta que amenaza con hacer naufragar estas frágiles y aparentemente sencillas certezas, injusta y sistemáticamente negadas a millones de personas. El hecho de que, por el momento, la fortuna nos sea favorable no implica que el sistema capitalista de producción sea justo y, precisamente por ello, no nos exime de resultar  a la postre triturados entre los inclementes engranajes que lo mantienen funcionando. Y entonces, cuando estas ideas comienzan a calar en la conciencia, ante la desagradable sensación de que nuestra vida ya no depende realmente de nosotros que parece asentarse en las entrañas una multitud de preguntas taladra nuestras sienes.

¿Qué ceguera ha hecho presa de nuestro entendimiento para hacernos ver con naturalidad la absurda distopía en la que estamos inmersos? ¿En qué momento hipotecamos nuestro futuro en aras del culto hermético de la numerología? ¿Cómo fue que permitimos que unos oscuros sacerdotes, ocultos entre las sombras de sus inaccesibles templos, invoquen la prima de riesgo o el precio del barril del West Texas Intermediate (o del Brent o del Dubai, según la preferencia y/o el posicionamiento geográfico de los estimados lectores) para determinar quiénes serán inmolados en el altar de los sanguinarios dioses de los mercados? ¿Cuándo consentimos nuestro enclaustramiento en la esclavitud de la deuda y el consumo? ¿Quién ha sido el habilísimo charlatán que nos convenció de que trabajar más tiempo y con mayor entrega por menos dinero y con menos derechos constituye un arreglo justo en el mejor de los mundos posibles? ¿Cuándo comenzó la seducción de las pantallas -ahora con tecnología LED y hasta en tercera dimensión- que nos mantiene pasmados con las miserias y los ligues de artistillas y deportistas variopintos, mientras otros disponen de nuestro presente y porvenir? ¿Dónde están los héroes y las heroínas que precisa ahora mismo nuestra historia para enarbolar los antiguos poderes de la libertad, la igualdad y la fraternidad contra la infamia que nos oprime? En suma, ¿qué carajos estamos esperando para salvar nuestras vidas del abismo, antes de que sea demasiado tarde?

Tantas preguntas, tan pocas respuestas.

martes, 12 de julio de 2011

El Teatro del Mundo: Estampas de Ottawa II (Contra el Optimismo Tipo Coca-Cola)

Pese a que amo la utopía con toda mi alma, pocas cosas hay que me enfaden tanto como el optimismo hueco e imbécil. Me exasperan hasta la indignación las decenas de optimistas posmodernos que, tras saciar su sed de Absoluto en las aguas -encharcadas pero dulces- ya de ciertas versiones aligeradas del budismo, ya del misticismo judío (¡cómo si estas doctrinas no fuesen ostensiblemente pesimistas en sus fundamentos ontológicos y antropológicos, y por consiguiente tremendamente exigentes en sus postulados éticos!) o, simplemente, de un jipismo téñido en matices rosas, van por la vida predicando -como Pangloss, la caracterización paródica del filósofo Gottfried Wilhelm Leibniz en Candide, ou l'Optimisme, el célebre cuento satírico publicado por Voltaire en el año de 1759- que basta la buena vibra para que prevalezcan la bondad y la virtud en el mundo, puesto que «tout est au mieux» («todo sucede para bien») en tanto que habitamos en «le meilleur des mondes possibles» («el mejor de los mundos posibles»). A modo de muestra de los insultantes alcances de esta doctrina auténticamente corruptora de jóvenes, no tan jóvenes y viejos por igual, bástenos un breve vistazo a la publicidad con la que Coca Cola pretende adormecernos ante la innegable y perturbadora realidad de un horizonte convulsionado y progresivamente violento:



Ignoro qué tenían en la cabeza los publicistas de Coca Cola cuando perpetraron esta obscena bofetada contra nuestra inteligencia ¿En verdad pretenden que creamos que los ositos de peluche son capaces de frenar los tanques? ¿Nuestra economía saqueada por el capital financiero se reactivará a punta de entonar distintas versiones de What a Wonderful World? ¿La donación de sangre compensa los daños causados por la corrupción? ¿Los tapetes que dan la bienvenida a los visitantes de nuestros hogares derriban muros, o ablandan las frías voluntades de quienes los erigen? ¿Un millón de maternales pasteles de chocolate realmente constituyen un escudo contra los misiles? ¿Podemos utilizar el dinero del Monopoly para comprar las medicinas que curan a los enfermos, o los alimentos que añoran desesperadamente los hambrientos? ¿Cada vídeo cómico difundido en Internet neutraliza, por citar sólo un par de ejemplos, los pocos segundos que los telediarios dedican a las acciones bélicas o el escasamente atendido recuento que los científicos han hecho sobre la acelerada degradación de nuestro medio ambiente? ¿Quienes conscientemente optamos por tener un hijo, somos realmente garantes de la confianza en que el curso que sigue actualmente el mundo es esperanzador?

No, no, no, no, no, no, no y NO. Me he convertido en padre tres meses atrás, y me niego a ser coartada del perverso optimismo postulado por Coca Cola, cuyo artificio retórico básicamente consiste -para ilustrarlo mediante un ejemplo- en comparar naranjas con vacas y confiar en que el público aceptará que ambas son una y la misma cosa. Por mi parte, si conservo algún atisbo de esperanza en el futuro, sólo puedo vislumbrarla tal como Gustav Klimt la retratara en una controversial pintura -titulada, precisamente, Die Hoffnung: La Esperanza- elaborada hacia 1903 que, al día de hoy, forma parte de la colección permanente de la National Gallery of Canada (a la cual me referí en la entrada del día de ayer). Klimt nos muestra a una mujer desnuda y en avanzado estado de embarazo que, imperturbable, se yergue entre la muerte y numerosas figuras deformes y demoníacas. Pese a la maldad y el potencial daño que le rodean, la expresión y el gesto de la mujer denotan una profunda serenidad: es evidente que no teme a las hostiles criaturas que le rodean. Así quisiera marchar yo con Mariana (para quienes no lo sepan, tal es el nombre de mi hija) a cuestas mientras ella me necesite: consciente de que las cosas están muy mal y que todo parece indicar que empeorarán (y mucho) todavía, pero dotado de la fuerza interior necesaria para enfrentar con entereza la oscuridad que se cierne sobre nosotros. Klimt viste con lucidez la esperanza ahí donde Coca Cola la obnubila con el opio de la cursilería: el remedio contra el mal que nos acecha no son los juguetitos afelpados, las tonadillas pegajosas o las bebidas dulzonas preparadas con fórmulas dudosas; sino la valentía de reconocer que, a pesar de los pesares, nuestros amores confieren belleza a la vida aún frente a la más recalcitrante vileza. Por nuestros amores, ahora más que nunca, necesitamos hacer acopio de coraje para -como en su momento exigía Voltaire- aplastar la infamia dondequiera que ésta se alce.

La utopía sólo es posible en la medida en que reconozcamos, justamente, que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, sino en uno transido de injusticia, enfermedad y dolor. La arrogancia de quienes se benefician del presente estado de cosas sólo es explicable porque confían en que, por muy infelices que seamos o muy desesperada que sea nuestra situación, somos incapaces de vislumbrar alternativas a la forma como vivimos actualmente. Quien, al igual que Pangloss, sostenga que este es el mejor de los mundos posibles, en realidad está empujando a nuestros hijos e hijas hacia el abismo por cuyo filo estamos obligados a hacer juegos malabares hoy en día. Así, cuando llegue el momento en que esto se caiga a pedazos, sin duda yo saldré tan descalabrado como los optimistas ... sólo confío en que, gracias al hecho de que procuro llevar los ojos bien abiertos, mi hija pueda salir relativamente indemne del colapso (aunque, tristemente, tampoco puedo ofrecerle garantía alguna de esto).

lunes, 11 de julio de 2011

El Teatro del Mundo: Estampas de Ottawa I (La Guerra es la Paz)

En la explanada mediante la cual se accede al Musée des Beaux Arts du Canada (en inglés, National Gallery of Canada) se erige una de las copias fundidas en bronce de Maman, la célebre escultura de Louise Bourgeois que representa una araña de diez metros de altura que porta en su vientre veintiséis huevecillos de mármol.  "Maman" es la voz coloquial utilizada para designar a la madre en francés: el equivalente a nuestra castellana "mamá". En su momento, Bourgeois declaró que Maman (cuyo original en acero inoxidable pertenece al Tate Modern, en Londres) es un homenaje a su  propia madre, quien dirigía el taller del negocio familiar, consistente en la reparación  de tapices. Las relaciones materno-filiales siguen senderos insospechados, de modo que no debe sorprendernos que la apología de la madre revista también la forma de un arácnido gigante. Bourgeois afirmaba que las arañas  son presencias astutas, protectoras y amigables -cualidades todas que apreciaba en su madre- en cuanto nos guardan del daño y la enfermedad acarreados por los mosquitos y otras alimañas. Confieso que, en lo personal, profeso una simpatía similar por las arañas. No obstante, reconozco que también entrañan el peligro de una técnica depredadora calculada, paciente y cruel (¿a quién le gustaría estar atrapado en una telaraña?). Las descomunales proporciones de Maman proyectan por tanto una imagen ambigua de la maternidad, tal como se advierte en la placa que el museo ha colocado en su puerta de entrada:

 
«Maman, the giant egg-carrying spider, is a nurturing and protective symbol of fertility and motherhood, shelter and the home. With its monumental and terrifying scale, however, Maman also betrays this maternal trust to incite a mixture of fear and curiosity»

Aunque se me acuse de incurrir en un poco elegante didacticismo, va (por amor al castellano) una traducción aproximada y presurosa de la susodicha inscripción: «Maman, la gigantesca araña portadora de huevos, es un símbolo nutricio y protector de la fertilidad y la maternidad, el refugio y el hogar. Sin embargo, dada su monumental y terrorífica escala, Maman también traiciona esta confianza maternal e inspira una mezcla de miedo y curiosidad». Maman, en suma, es bella, poderosa... y también oscura, terriblemente amenazante.

Antes de mi visita a Ottawa, ya había tenido la oportunidad de admirar a Maman tanto en Londres como en Bilbao (en las inmediaciones del Museo Guggenheim). Sin embargo, sólo en Ottawa Maman ha sido emplazada como vecina del National Peacekeeping Monument (Monument au Maintien de la Paix) -significativamente titulado Reconciliation-, que pretende honrar a los canadienses que han perdido la vida al servicio de las Fuerzas de Paz de Naciones Unidas. El monumento, diseñado por Jack K. Harman, Richard G. Henriquez y Cornelia Hahn Oberlander, fue inaugurado en 1992. Su fuerza dramática es considerable: en primer plano, asistimos a la representación de tres soldados (dos hombres y una mujer) que, entre unos "escombros" constituidos por enormes bloques de hormigón dispuestos aleatoriamente (símbolo de la guerra) miran hacia un grupo de jóvenes árboles (símbolo de la paz). Una placa verbaliza el mudo enunciado que orgullosamente articulan  los tres militares (que nadie acuse a las autoridades canadienses de ser tan poco previsoras como para permitir equívocos semióticos):


«Members of Canada's Armed Forces, represented by three figures, stand at the meeting place of two walls of destruction. Vigilant, impartial, they oversee the reconciliation of those in conflict. Behind them lies the debris of war. Ahead lies the promise of peace; a grove, symbol of life»

Va de nuevo la traducción, tan apresurada como la anterior: «Miembros de las fuerzas armadas canadienses, representados mediante tres figuras, se yerguen en el punto de encuentro entre dos muros de destrucción. Vigilantes e imparciales, supervisan (¡sic!) la reconciliación entre aquéllos que se encuentran en conflicto. Detrás de ellos yacen los escombros de la guerra. Frente a ellos se alza la promesa de la paz: una arboleda, símbolo de la vida». La vieja historia esculturalmente teatralizada: como cabría esperar de un buen padre de familia, Occidente procura con iguales dosis de sabiduría y justicia la salvación de los bárbaros empeñados en empobrecerse y desangrarse en absurdas batallitas. No obstante, visto desde Maman, el National Peacekeeping Monument ofrece lecturas asaz distintas de la exaltación heroica de las guerras libradas por las potencias occidentales para la -así llamada- salvaguarda de la paz y los derechos humanos a las que nos hemos acostumbrado a lo largo de las últimas décadas...




En una singular manifestación de autocrítica involuntaria, la intersección de la Mackenzie Avenue y Sussex Drive en Ottawa nos advierte que, en la medida en que confiemos la seguridad de la paz a la guerra, las intervenciones "humanitarias" abrazarán a los dolientes y los oprimidos con la ambigua ferocidad de Maman, cuya ternura no distingue entre proteger y devorar. Asimismo, la estampa combinada de Maman y el National Peacekeeping Monument nos indica hasta qué punto vivimos en un mundo distópico: bástenos recordar que uno de los tres lemas que George Orwell atribuye al escalofriante poder totalitario que describe en Nineteen-Eighty-Four (novela publicada en 1948) es, precisamente, "la guerra es la paz". El futuro ficticio predicho por Orwell se ha hecho realidad y nos ha alcanzado. Creo francamente que no está lejos el día en que veremos erigirse orgullosamente en la capital de las potencias que determinan nuestros destinos bajo el vigente sistema-mundo sendos monumentos que, con la eternidad de la piedra, proclamarán por igual que "la libertad es la esclavitud" y que "la ignorancia es la fuerza".